Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 18 de mayo de 2014 Num: 1002

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La memoria de nuestros nombres
Agustín Escobar Ledesma

Edmundo Valadés:
vivir para El Cuento

José Ángel Leyva

El espíritu magonista
en la Casa del Hijo
del Ahuizote

Jaimeduardo García entrevista
con Diego Flores Magón

Esterilidad
Enrique Héctor González

Un fantasma en el
corral de esclavos

Víctor Ronquillo

Bánffy Miklós,
maestro húngaro

Edith M. Massün

Paolo Giordano y
el éxito literario

Jorge Gudiño

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
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Jornada de Poesía
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Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Ana García Bergua

Teoría y práctica de las mesas de centro

Cuando uno era joven y se autoexpulsaba o lo expulsaban de su casa, lo primero que ponía junto al catre, silla, escultura de cojines o lo más parecido a un sofá que se encontrara en su nuevo hogar, era un huacal que fungía como mesa de centro, de preferencia con una vela sobre un plato que, a su vez, se convertía en cenicero. De lograr que el platito con los apetecidos churrumáis no se cayera entre los huecos del huacal junto con los vasitos de charanda michoacana, la experiencia a nuestro alrededor podía calificarse de adulta y la gimnasia para alcanzar el huacal desde la silla resultaba bastante similar a la que ejerceríamos muchos años después desde el mullido sillón para asir el vaso de whisky caro asentado en una cristalina superficie, dijéramos, en caso de que el tiempo y nuestra economía hubiesen avanzado al mismo ritmo, cosa que no siempre ocurría y ahora menos. Pero ya desde entonces nos topábamos con el asunto de la mesa de centro que, confieso, siempre me ha puesto un poco nerviosa.

La mesa de centro es de los inventos más curiosos que se han creado en la historia. Más que una mesa, parecen ser una especie de marca deportiva, un obstáculo a salvar sin perder la compostura, incluso una metáfora de la incomunicación cuando la gente decide establecer ahí sus floreros más elevados. Por lo general, la tal mesita siempre queda lejos, o demasiado abajo en comparación con el sofá. Entonces pasa uno reuniones enteras haciendo abdominales para alcanzar los cacahuates, el queso y las aceitunas –igualito que en la juventud–, o ladeando la cabeza para ver al de enfrente. Y es que las botanas son como nuestros deseos más apremiantes: nunca están lo suficientemente cerca. Alcanzarlas es, en la mayoría de los casos, cuestión de estrategia, desparpajo con torcedura lumbar o paciente espera a que el anfitrión o el comensal de junto las tomen u ofrezcan. Las copas suelen perderse en las mesas de centro; tomamos la que nos queda a mano, que no siempre es la nuestra y a veces no sabe igual. 

Los demás también nos quedan lejos, separados por esa mesa de centro que tiene la altura de un banco de zapatero y por eso se antoja poner los pies en ella y arrasar con la colección de elefantitos de mármol en tamaño descendente. De alguna manera, es un adminículo civilizatorio que nos mantiene a buena distancia. No es la mesa del comedor a que nos sentamos para compartir la comida y la convivencia, correspondiente al nivel de la silla, más semejante a la tabla redonda de los caballeros del rey Arturo, una mesa en la que todos nos encontramos a la mano unos de otros, literalmente. Es ésta una mesa con la que uno puede tropezarse, un pequeño árbitro de la corte peinado de gladiolas, rosas y nube blanca. En caso de riña violenta, es más difícil llegar a las manos: conste que no te pateo porque entre nosotros hay una mesita llena de ceniceros y elaboradísimas uvas cubiertas de queso crema que le costaron horas de esfuerzo a nuestra anfitriona, que si no…  Y un acercamiento pasional puede arruinarse también por culpa de un golpe en la espinilla o una caída sobre la mousse  de salmón. Por lo general, las mesas de centro siempre se encuentran equidistantes de los sofás y la mecedora, en un lugar aparentemente neutral: son como el elemento más preciado de nuestra frágil diplomacia personal. Cuando hay baile, la primera que sale expulsada es la mesa de centro. Cuando hay confianza, nos vamos deslizando lentamente hacia el piso para quedar como romanos, acostados y a la altura del pequeño reino de los mojitos, las copas de vino y las nueces de La India (yo aún le llamo así a ese país), pero las rodillas torcidas y el posterior dolor de trasero nos indican que algo no está bien, que se ha cruzado el límite de la mesita. A menos de que uno se quede así y en ese mismo punto hasta el día siguiente, por culpa del vino.

¿Quién inventó esa mesa que es y no es de todos, ésa de la que cada quien toma lo que le corresponde sin tirar la ceniza en la alfombra? Mesa para café, le llama la gente cuando pone encima de ella unos libros de arte enormes que nadie, nunca, va a hojear. Yo estoy segura de que todo tiene una razón, incluidas las mesas de centro. Y que es como el tenedor, los pañuelos, los espejos, el estrechar las manos: algo para obligarnos a ser decentes ante los demás. Y eso tiene su lado bueno. Pero también son un poco ridículas, la verdad. Por eso decía que me ponen nerviosa.