Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 27 de abril de 2014 Num: 999

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Hasta siempre, Gabo
Mercedes López-Baralt

El coronel siempre
tendrá quien le escriba

Juan Manuel Roca

Tres huellas para volver
a García Márquez

Gustavo Ogarrio

Gabriel García Márquez:
la plenitud literaria

Xabier F. Coronado

La saga que
Latinoamérica
vivió para existir

Antonio Valle

García Márquez
y la sensualidad
de la lengua española

Antonio Rodríguez Jiménez

Situación de
estado de sitio

Yannis Dallas

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Jorge Moch
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Twitter: @JorgeMoch

Mundos aparte

Para Osiel y Nabor, aunque no me crean

La televisión mexicana es católica y excluyente. No la recuerdo avisando al público del Ramadán o cubriendo la celebración de Rosh HaShaná o de Iom Kipur para la nutrida y poderosa comunidad judía mexicana. Ni qué esperar de un respetuoso seguimiento a festividades wixárika o siquiera sincretistas, como matachines. En cambio, lleva y trae apariciones y conmemora crucificados, santos y vírgenes con enjundia de beata criolla. Recién las calles de México y buena parte del mundo fueron serpollar de penitentes rezos y procesiones invariablemente repetidos en la televisión y ligados a la parafernalia cristiana del catolicismo y en algunos casos –Filipinas, Atlixco, Iztapalapa– a las más lamentables, absurdas expresiones de la involución: cómo respetar al creyente que se flagela en pos de un amor divino, si empareja en autodestrucción con el presunto martirio del islamita radical que se inmola para, mientras busca la erradicación sin diálogo posible en la conflagración de infieles que no creemos en su dios iracundo, terminar recostado, según le prometió su imán, en una nube rodeado de once mil vírgenes deseosas. El summum de la manipulación psicológica que tanto socorren los monoteísmos teocráticos; una regresión a tiempos que debimos dejar siglos atrás, como en el primer tomo de las crónicas que redactó con abundantes pormenores de sus andanzas en Sudamérica durante 1767 el explorador francés Louis Antoine de Bougainville, Viaje alrededor del mundo (Calpe, Madrid, 1921), minuciosamente traducidas por Josefina Gallego de Dantín: “Los indios tenían por sus curas una sumisión de tal modo servil, que no solamente se dejaban castigar por el látigo, a la manera del colegio, hombres y mujeres, por las faltas públicas, sino que venían ellos mismos a solicitar el castigo de las faltas mentales…”

El cristianismo católico, convertido en agente social y salvo contadas y muy respetables excepciones, preconiza un comunismo filial de misericordia, compasión y generosidad compartida mientras que en la triste realidad es república de abismales distancias entre ricos y pobres. Los curas –y las monjas– suelen ser gente de la que se dice que viven en austeridad pero gozan de enormes privilegios cotidianos (automóvil propio, un techo seguro, una comida caliente ya son privilegio en muchas regiones del mundo y particularmente en esta parcelada América Latina nuestra, en este mexicano patio trasero de Estados Unidos), y hasta llegan a gozar de servidumbre. Recuerdo a los tres curas (dos españoles y un mexicano) de la iglesia de Santa Rita en el Veracruz de mi infancia: tenían mucama, cocinera, jardinero y mozo. Recuerdo haber ido invitado con mis padres a cenar a su casa una vez; platones con fruta, comida abundante, la mesa servida por gente de piel morena. Me avergüenza haber estado sentado en esa mesa aunque fuera un mocoso. El cura en México suele ser –insisto, aunque haya contadas, valiosas excepciones– el rico del pueblo o una suerte de Señor del Barrio quizá hasta muy recientes fechas desplazado por el narco: tradicionalmente el cura parroquial está por encima del jefe de manzana. Y no se diga si se pertenece a una de esas congregaciones ricas, como los legionarios de Cristo pero también muchos jesuitas, salesianos o maristas. Ahí se vive en un mundo aparte.

La brecha de la injusticia, contra la que se supone que combate el ministerio cristiano, forma parte de la histórica resistencia de la Iglesia católica al cambio democrático. Es parte de su historia de boatos e intrigas palaciegas, de constantes pulsos de autoridad con reyes, ministros y presidentes. México tiene en su historia contemporánea mucho de qué avergonzarse al respecto. Personeros de la Iglesia católica mexicana viven como auténticos reyes, señores feudales, gobernadores de la época de la colonia (o actual) incluso en retiro que se supone humilde. Véase cómo viven, visten, viajan o comen Norberto Rivera Carrera, Juan Sandoval u Onésimo Cepeda. Cómo es el cotidiano acomodamiento de José Guadalupe Octavio Martin Rábago en León, o el de Rogelio Cabrera López en Monterrey. O cómo vivió Maciel. Ninguno de estos boyantes modos de vida será desde luego documentado en la televisión. Ni cuestionado. Los embajadores de dios en la tierra se han hecho y se hacen respetar mientras al pueblo, además de rezos y tradiciones, le queda el fino entretenimiento televisivo, la distracción de ésos que, volviendo a monsieur de Bougainville, son “juegos, tan tristes como el resto de su vida”