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Tráfico de órganos: verdades y leyendas/ II

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uenta la leyenda que Cosme y Damián, hermanos gemelos de origen árabe, vivían en Cilicia, en donde practicaban la medicina sin cobrar nada a cambio. Se les atribuyen curaciones milagrosas sin cuento y el propio emperador Justiniano I aseguró que lo habían curado de una dolencia indeterminada. Cuéntase también que un sacristán que padecía de pudrición en una pierna soñó que dos señores le cortaban la extremidad afectada y ponían en su lugar la pierna de un africano difunto que había sido enterrado poco antes en un cementerio cercano. Al despertar, el individuo se encontró con que su pierna había sanado, aunque se había vuelto morena. El milagro fue atribuido a los gemelos médicos, quienes habrían llevado a cabo el trasplante mientras el paciente dormía. Y así fue que quedaron como patronos de la cirugía y, en particular, del intercambio de órganos, tejidos y pedacería varia entre organismos distintos.

Hay otras antiguas historias sobre injertos y trasplantes procedentes de India (nariz, 800 aC), Jerusalén (senos, 15 dC), órganos varios (China, 200 dC), pie (Italia, 1200 dC), piel (Italia, siglo XVI) y hueso (Holanda, 1668), pero no son verosímiles. El primer galeno de la era moderna que aseguró haber llevado a cabo injertos exitosos fue el suizo Jacques-Louis Reverdin (1842-1929), quien en 1869 habría realizado aloinjertos (donante y receptor de la misma especie) y xenoinjertos (donante y receptor de especies distintas) de piel, pero hoy día se pone en duda su hazaña.

El primer trasplante incuestionable fue el de córneas, realizado por Eduard Zirm en 1905. En 1933 el cirujano ruso Serge Veronoff intentó, sin éxito, un trasplante de riñón de madre a hijo, pero el donante rechazó el órgano y murió 22 días después de haberlo recibido. En 1954 tuvo lugar el primer intercambio exitoso de riñón: lo efectuó Joseph Murray, en Boston, de un gemelo a otro, lo que le permitió prescindir de tratamientos para inhibir reacciones inmunológicas. En 1962, en el hospital Peter Brent Brigham, también en Boston, se llevó a cabo el primer trasplante de un riñón procedente de un difunto. El órgano le funcionó al receptor durante 21 meses. Entre 1963 y 1967 se llevaron a cabo, en Estados Unidos, los primeros trasplantes de pulmón, páncreas e hígado, y en ese último año el doctor Christian Barnard realizó, en Sudáfrica, el primer trasplante de corazón de la historia. De entonces a la fecha se han realizado avances tan impresionantes en las técnicas de pasar pedazos de un organismo a otro como los trasplantes de cara, mano y pie. Otra historia son los avances en el cultivo de tejidos para injerto o trasplante, en los cuales las impresoras 3D parecen destinadas a hacer posibles las granjas de órganos sintéticos.

Pero el impresionante desarrollo de la técnica de trasplantes no quiere decir que éstos sean procedimientos sencillos. Cualquier intento de trasplante debe hacer frente a tres asuntos sumamente complejos: procedimientos quirúrgicos especializados (sutura vascular, circulación extracorpórea, neurocirugía), pronóstico y tratamiento contra el rechazo (inmunología) y protocolos de conservación y preservación del órgano que se va a mover de un individuo a otro. Las dificultades de resolver esos tres aspectos hacen inviable la existencia de un negocio delictivo de descuartizamiento de humanos para conseguir órganos trasplantables.

Supongamos por un momento que los procedimientos, el personal y los aparatos requeridos para resolver los problemas quirúrgicos e inmunológicos de un trasplante pudieran estar al alcance de una clínica clandestina. Pongamos entre paréntesis el hecho de que cualquier organismo vivo o recién muerto que vaya a donar un órgano debe ser sometido a estudios previos de compatibilidad con el receptor. Aun así, quedan irresueltos los problemas de la preservación de los órganos, empezando por el del tiempo: el máximo que puede someterse a un hígado o riñón a la ausencia de riego sanguíneo (fase isquémica, o periodo entre la extracción del órgano o el fallecimiento de su propietario y la implantación en el receptor) es de 17 a 20 horas para un hígado o un riñón, y de sólo cuatro horas pára un corazón. Pero incluso durante ese tiempo se requiere, para la conservación adecuaeda del órgano, de procedimientos de hipotermia a 4°C (para lo que se necesitan dispostivios de enfriamiento rápido y homogéneo) combinada con inmersión en soluciones especiales y, de preferencia, con aparatos de bombeo de oxígeno y el agregado de fármacos cuidadosamente dosificados para prevenir lesiones por isquemia en el órgano trasplantable (proterenol y glucocorticoides como estabilizadores de las membranas lisosomales; prostaglandinas, por su acción vasodilatadora).

Tal vez lo anterior permita explicar por qué, hasta la fecha, ninguna investigación policial sobre robo de órganos haya desembocado, en ningún lugar del mundo, en una comprobación fehaciente. Les platico un caso:

A principios de los años 90 del siglo pasado surgieron en San Luis Potosí rumores sobre la existencia de una red dedicada a extraer órganos “a menores de edad que son primero secuestrados de zonas pobres de este país y luego devueltos en lugares próximos a sus domicilios con cicatrices aparentes de haber sido sometidos a operaciones de cirugía (…) Los niños desaparecen durante unos días y son devueltos en puntos no muy lejanos a sus domicilios, con señales diferentes en el cuerpo de haber pasado por algún quirófano clandestino. Los niños, aunque debilitados físicamente, no presentan síntomas que indiquen un deterioro grave de su salud, por lo que, a veces, sus familiares tardan algunos días en comprobar el verdadero origen de su desaparición.”

Aquellas consejas eran inequívocamente absurdas: ¿para qué se tomaban los desalmados ladrones de órganos infantiles el riesgo y la molestia de devolver a sus víctimas a puntos no muy lejanos a su domicilio? ¿Cómo era aquello de que los menores, unos días después de sufrir la extracción de un riñón o de un pulmón, no presentaran síntomas de un deterioro grave de su salud? Vamos, ni siquiera dolor.

Los decires fueron objeto de una investigación estatal y federal que no arrojó resultado alguno. La nota que publicó El País (http://is.gd/9qCkwy) era tan desaliñada que hablaba de un gobernador potosino imaginario llamado Luis Martínez Corbalán, tal vez en referencia a don Gonzalo Martínez Corbalá, quien sí existe en la vida real. Basándose en fuentes de esta clase, José Manuel Martín Medem dio por probada la existencia de redes de robo de órganos en su libro Niños de repuesto: tráfico de menores y comercio de órganos (Complutense, Madrid, 1994), el cual es, fuera de eso, una vibrante y atinada denuncia de los peligros reales de secuestro, tráfico, explotación, compraventa y atropello que padecían –y siguen padeciendo en mayor o menor medida– , los menores marginados –particularmente, los indígenas y los que viven en la calle– de América Latina.

Y si aún no requieren de un trasplante de hígado para seguir con el tema, continuemos el jueves próximo.

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