Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Lindita

E

staba decidida a complacer a Luis renunciando a este trabajo para siempre. Cuando se lo dije no me creyó. Tuvo razón en dudar. He dejado mi puesto en la Residencia cuatro veces y siempre he vuelto. Esta iba a ser la quinta separación. La doctora Márquez me pidió que lo pensara bien antes de firmar mi renuncia el lunes porque no volvería a ocuparme. Supe que hablaba en serio y me alegré porque aunque yo quisiera no podría volver.

Resuelto ese problema me quedaba otro: despedirme de los viejos. Los que llevan más tiempo aquí conocen mis ires y venires. En cuanto le diera la noticia me harían las mismas bromas que en las despedidas anteriores, sólo que en esta ocasión no tendría ánimo para celebrárselas. Cómo, si estaba segura de que iba a separarme de ellos para siempre.

Por más que me doliera, necesitaba hacerlo. No quería más problemas con Luis ni que siguiera culpándome de que no me embarazo. Según él, no hemos tenido hijos porque vivo estresada a causa del trabajo en la Residencia. Además me reprocha más a los residentes que a su padre. Me alegró pensar que a partir del lunes no habría nuevas reclamaciones ni celos.

II

Lo más laborioso fue vaciar mi escritorio. Me sorprendió ver la cantidad de cosas que tenía guardadas, desde llaves viejas y recetas hasta una Dolorosa que me talló don Baldomero. Camina por todas partes con su radio de transistores pegado al oído para que nadie más lo escuche. Dice que si en esta vida nadie le ha dado nada, entonces ¿por qué va a compartir su radio con otros? A su manera, tiene razón; a la mía, lo comprendo.

III

Hice los preparativos para mi retirada en secreto y procuré ir lo menos posible a los pabellones. Acudía lo necesario pero de prisa, sin dar tiempo a que los viejos me contaran sus antiguas historias o sus nuevas desdichas. Si las oía iban a seguirme hasta mi nueva vida. Para organizarla necesitaría estar ligera, avivada, optimista.

Estaba pensando en eso cuando escuché la voz de Zaira. ¿Puedo pasar? No esperó mi respuesta y fue a sentarse en la silla junto a la ventana: Anoche no pude dormir. No me extrañó (padece insomnio) y asumí el tono que más me disgusta: le hablé como si fuera una niña. ¿Ya ve lo que le sucede por no tomar sus pastillas?

Zaira me hizo una señal para que me acercara. (Le gusta hablar en tono de secreto): El doctor Huerta está equivocado. Lo que me quita el sueño no es lo que piensa sino el remordimiento de haber sido una mala hija. Nunca se lo había confesado a nadie. Se lo digo a usted porque me entiende y no me juzga. ¿O sí?

Le aseguré que en cuanto a eso podía estar tranquila. Se llevó las manos al pecho y se dio golpecitos: “El remordimiento no me permite descansar ni por la noche. Aunque me dé vueltas en la cama y me cubra la cabeza, me persigue y me recuerda que he sido una mala hija. Lo supe desde los cinco o seis años. Creí que con el tiempo iba a olvidarlo. No fue así y mucho menos desde que vivo en la Residencia. Aquí nos dan al final una buena sepultura. La muerte no me asusta. Me espanta que el remordimiento siga punzándome después”.

Le pedí a Zaira que no hablara así y acaricié su frente. Ardía. Me ofrecí a traer al doctor a la oficina y se opuso. No estoy enferma, lo que me daña es la maldita culpa. No me atreví a preguntarle de qué ni fue necesario que lo hiciera. Se aferró a mi brazo, me incliné y ella otra vez habló en secreto: “Nunca he perdonado a mi padre. Le mentí cuando él iba a fallecer y le dije que no se preocupara, que yo lo había olvidado todo. No era cierto. Lo recordaba todo –los chillidos, las plumas, la sangre– y por eso lo odié y sigo odiándolo aunque esté muerto”.

Pensé que una confesión tan descabellada sólo podía ser consecuencia del insomnio: Zaira: trate de recordar desde cuándo no duerme. En sus labios delgados se dibujó una mueca que anunció su reproche: Por Dios, ve que me mata el remordimiento y es lo único que se le ocurre decir. No disimule. Pregúnteme lo que quiere saber: ¿por qué odio a mi padre? No es un sentimiento extraño, lo raro es que alguien se atreva a expresarlo. ¿Está de acuerdo o no?

IV

No me atreví a responder y sentía la mirada de Zaira presionándome. Tuve miedo de nuestro silencio y hablé: El sábado será mi último día en la Residencia. (Adiviné la sonrisa incrédula de la anciana.) Esta vez será la definitiva. Por favor, no se lo diga a sus compañeros.

Zaira levantó los hombros y se volvió hacia el jardín: Entonces hice bien en venir porque si no le cuento ahora ya no será nunca. ¿Quiere oírme? Asentí. Mi madre desapareció cuando yo iba a cumplir cinco años. Mi papá nunca me dijo si ella iba a volver o cuándo, parecía no darle importancia. Ahora me doy cuenta de que él esperaba que mi madre reapareciera y por eso nunca aceptó que nos mudáramos a Acolman con mi abuela.

Sentí lástima y Zaira la rechazó: “No me mire así. Fui tan feliz como puede serlo una niña que confía en el regreso de su mamá y cuenta con todo el amor de su padre. Me lo expresaba siempre, aunque estuviera borracho. Se esforzaba por ocultármelo pero me lo decían sus pasos, su risa, su llanto sin motivo, sus ruegos incomprensibles dirigidos a Lindita, sus vómitos. Luego lo justificaba todo con mentiras: Tomé una medicina que huele a alcohol. Me caí porque había aceite en el piso. Volví el estómago porque comí algo descompuesto...

“Un sábado me dijo que lo habían contratado para llevar una carga de tinacos a Cuautla. Como ignoraba si iba a regresar esa misma noche me encargó con Delia, nuestra vecina. El domingo fue maravilloso. Delia me llevó al centro y luego al mercado de Sonora. En la sección de los animales vi a una gallina blanca preciosa. Delia me la compró. Decidí llamarla con el nombre que tanto repetía mi padre: Lindita.

“Al llegar a mi casa Delia vio luces encendidas y se despidió. Pensé en darle una sorpresa a mi padre. Dejé a Lindita en la cocina y luego corrí al cuarto. Mi padre dormía y le grité: Apúrate. Lindita está en la cocina. Se levantó con dificultades y me siguió tambaleándose y hablando de la felicidad. Para mejor efecto le hice una caravana: Te presento a Lindita. El tardó en comprender que me refería a una gallina. Se inclinó, la tomó por las patas y dio vueltas y vueltas hasta que al fin la estrelló contra la pared. Lindita blanca se volvió roja y yo una niña que empezó a odiar a su padre.”

En la Residencia hay muchas historias como las de Zaira. Alguien tiene que oírlas. Sin pensarlo, volví a meter todas las cosas en el cajón del escritorio.