15 de marzo de 2014     Número 78

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

12 de octubre: conmemorar
la violación originaria

Yuderkys Espinosa
Escritora, educadora y activista afrodominicana, lesbiana antirracista y descolonial / GLEFAS

Canción triste, con tristeza de clase, de etnia y de género donde por una vez el diminutivo no es racista sino fraterno


FOTO: Luisa Villablanca

La indita

Yo soy una indita
no sabo castilla,
si sabo es poquita
pero muy sencilla.

¡Chijay!, qué catarro,
¡yujuy!, qué tos tengo.
¡Chijay!, qué catarro,
¡yujuy!, qué tos tengo.

No tengo mi nana,
no tengo mi tata,
sólo macho viejo
para mis caminos.

¡Chijay!, qué catarro,
¡Yujuy!, qué tos tengo.
¡Chijay!, qué catarro,
¡Yujuy!, qué tos tengo.

Ésta es la tosienta
y ésta la catarro,
ésta es la enferma
y ésta la fregado.

¡Chijay!, qué catarro,
¡Yujuy!, qué tos tengo.
¡Chijay!, qué catarro,
¡Yujuy!, qué tos tengo

En almanaques, textos escolares y discursos oficiales, el 12 de octubre se celebra como el Día de la Raza, en conmemoración de la fecha atribuida a la llegada del almirante Cristóbal Colón al “nuevo mundo”. Curiosa celebración en una época en que ha sido desmentida la idea de clasificación de los grupos humanos con base en categorías fenotípicas. Sin lugar a dudas, ese día es reminiscencia de una época en que las ciencias sostenían una división natural de los seres humanos de acuerdo con sus características físicas, con el argumento de que éstas eran determinantes de cualidades y capacidades de los individuos.

La idea de celebrar la pluralidad étnica y racial del continente ha sido fuertemente impulsada y sostenida por los proyectos nacionalistas poscoloniales desde la época de las cruzadas independentistas y el surgimiento de los Estados latinoamericanos. En los discursos fundacionales de los próceres y las élites nacionales, la unicidad del continente estaría definida por esta mezcla entre pueblos, razas y culturas diferentes que dieron como resultado al nuevo habitante mestizo de nuestras tierras.

Desde Simón Bolivar, hasta Sarmiento, Martí y Vasconcelos, la producción del sueño americanista se alimentó de la idea de una nueva raza mestiza superadora, por una parte, de la barbarie de los pueblos originarios del continente y de negros traídos de África, y por otra, de los horrores de la colonización de los blancos llegados desde Europa. Desde las guerras de independencia hasta ahora, el mito del mestizaje, o encuentro de las tres culturas –la blanca, la india y la negra- se instaló con tal eficacia en nuestras instituciones que ha sido la semilla fecunda para la producción de “Latinoamérica” como paisaje natural e histórico.

Fuera del mito, sin embargo, se puede encontrar aquello que su ideal romántico esconde. Latinoamérica no ha sido el mágico lugar en donde el encuentro de razas ha ocurrido sino el lugar donde la matanza y el látigo han exterminado, esclavizado y despojado de sus riquezas a poblaciones enteras. No hay posibilidad de armar una historia del continente si no es resaltando esta historia de marginación y sometimiento. Una historia que no corresponde exclusivamente al periodo colonial, sino que ha seguido su curso en manos de los grupos dominantes criollos, que asumieron y además alimentaron el mito del mestizaje fundacional de América.

Al observar esto no podemos dejar de preguntarnos cómo fue posible que convivieran ambos proyectos: la instalación de la idea romántica del mestizaje fundante de Latinoamérica, y el proyecto material de dominación de las poblaciones no blancas. Es aquí donde aparece el efecto productivo del mito: a qué propósitos y a qué grupos ha servido éste realmente. Lo primero que salta a la vista es la ilusión de verdad que crea esta invención. En apariencia Latinoamérica y los proyectos nacionalistas unificarían a toda la población haciéndola igual ante el Estado. Así la idea ha sido necesaria a los fines de fusionar en una sola imagen a los diversos grupos que habitaban el territorio, al tiempo que se desarrolla en el campo material una guerra de intereses. Esta guerra por supuesto no se realizó en condiciones de igualdad, puesto que la herencia colonial había dejado el poder en unas pocas manos: sus descendientes directos en el continente. Este grupo no sólo fue el productor del mito de la América mestiza sino que se autoproclamó a sí mismo como su máximo representante: hijo de las tres razas, y al mismo tiempo con capacidad –por su contacto con la razón de Occidente- de conducir los destinos de la nación.


“Cortés y la Malinche”, mural de José Clemente Orozco

Pero hay aún una trama más a develar. Es lo que está oculto en la idea romántica del “encuentro entre culturas”. La violencia del acto sexual del que surge el hijo –el bastardo mestizo- constituye sin lugar a dudas una de las verdades mejor ignoradas cuanto más conocida. El relato del hombre blanco “enamorado” de la esclava indígena o africana, oculta la verdad del encuentro sexual obligatorio, de la producción de un cuerpo disponible sexualmente y al servicio de la empresa colonial y patriarcal. La naturalización de la hembra nativa o esclava como parte del paisaje conquistado es un efecto no sólo de la razón colonizadora sino de la razón patriarcal y heteronormativa. Es pues que ambas razones más que articuladas han sido parte de lo mismo, son parte de la misma trama de dominio. No es posible pensar una sin la otra: la historia de la invasión europea a estas tierras también ha sido la historia de la invasión del cuerpo violable de las hembras nativas (no humanas).

Celebrar el producto de tal acto de violencia y dominación sólo ha sido posible dentro de un proyecto colonial que en su esencia asumió la razón eurocéntrica y celebró la empresa colonizadora y sus crímenes como mal necesario para superar la “oscuridad” de las poblaciones explotadas. En contubernio, el patriarcado y el proyecto burgués euronorcéntrico fueron implantados en el continente con la misma violencia. Las élites económicas e intelectuales criollas y nacionalistas lo han seguido sosteniendo históricamente aun después de las gestas de independencia por medio de la producción diligente de un imaginario en el que pasamos a celebrar lo que ha sido producto de una violación original de los cuerpos con vagina que no contaban con el estatus de pertenecer a lo humano.

Ojalá podamos dar cuenta de esto cada vez que recordemos la fecha.


Hechizo para matar al hombre infiel

Que los gusanos coman su alma.

Que coman su miembro.

Que se agrande
su panza.

Que se atragante
con un frijol...

Curanderas, brujas, herejes:
la invisibilización de los
saberes de las mujeres

Diana Ríos Estudiante del Posgrado en Antropología, UNAM

La historia la escriben los opresores, pero la hacen los pueblos. Muchos quienes tenemos por oficio historiar en las academias latinoamericanas, somos renuentes a visibilizar nuestro lugar en el entramado de opresiones capitalista. Obviamos los sesgos clasistas, racistas, patriarcales y eurocentrados de nuestras disciplinas históricas y antropológicas. Algunos concluyen que debemos ejercer la profesión “con ética”. Pero actuar como si bastara el desempeño pulcro de una metodología es una salida fácil para huir de la reflexión sobre la refuncionalización de nuestro trabajo. No podemos seguir participando de la apropiación elitista de la historia: ese discurso donde no hubo genocidio ni migración forzada, sino “encuentro de mundos”. Si seguimos construyendo conocimiento con los criterios del poder, contribuimos a invisibilizar la historia de los pueblos, nuestra propia historia.

Para la historiografía occidental, las mujeres nunca hemos sido agentes de la historia y mucho menos las racializadas: indígenas, afrodescendientes y campesinas resisten a la permanente invisibilización histórica.


ILUSTRACIÓN: Carmen Lomas Garza

La reflexión sobre los saberes de las indígenas, las afrodescendientes y las campesinas forma parte de las luchas de las diferentes mujeres latinoamericanas por transformar su lugar de subordinación en un lugar de enunciación y rebeldía. En el pasado, el poder subversivo de los conocimientos compartidos entre mujeres fue temido por el poder colonial: en México se conserva el registro de al menos dos mil 264 casos de juicios contra mujeres llevados por el Tribunal del Santo Oficio de 1522 a 1820. El caso más recurrente fue el juicio por hechicería (práctica de herbolaria y sistemas de adivinación indígenas o africanos). Otros fueron por superstición, herejía, brujería (profesión de un culto demoniaco), faltas a los sacramentos, proposiciones heréticas o escandalosas, visiones extáticas, amancebamiento, idolatría y por supuesto infidencia (colaborar con la causa independentista). Todo ello es muestra de la inconformidad de las mujeres con el patriarcado colonial: un régimen donde el hombre blanco sirve como referente para definir las subordinaciones del resto de la sociedad.

Sin embargo, en la historiografía tradicional, se habla de los casos de mujeres ante el Tribunal de la Inquisición como un reflejo de la actividad de “la mujer” dentro de la sociedad colonial. Incluso encontramos referencias escritas por mujeres historiadoras de que “ellas eran complemento indispensable y activo en la vida del hombre y de la sociedad”. ¿Es realmente esto de lo que hablan los juicios seguidos por la Inquisición contra las mujeres?

Gran parte de los juicios fueron contra mulatas y negras por hechicería. También se les siguieron causas por “renegar de Dios y de los santos” al momento de ser azotadas. ¿No será que no hay una historia de “la mujer”, sino que estamos ante el testimonio de diferentes mujeres resistiendo a opresiones diferenciadas? Tanto en la Colonia como en nuestros días, no se concibe la existencia de mujeres fuera del régimen heterosexual, y la violencia patriarcal es una amenaza constante en las calles y en los hogares, por eso es que las mujeres emplean pócimas y encantamientos para enamorar o para apaciguar a los hombres. En la época virreinal, muchos conocimientos y creencias sobrevivieron en los márgenes del discurso católico gracias a las mulatas o a las negras libertas que proveyeron encantamientos amorosos a las blancas y mestizas. Muchos de estos conocimientos eran compartidos con indígenas y mestizas, pero fueron las afrodescendientes quienes sufrieron los castigos más severos.


ILUSTRACIÓN: Saaeru, pintora feminista

En contraparte, las poblaciones indígenas tuvieron un fuero inquisitorial a partir de 1571 y por eso las indígenas dejaron de ser perseguidas, aunque es notable cómo en el siglo XVIII reaparecen las acusaciones de hechicería promovidas por gente blanca o mestiza contra parteras indígenas y mestizas empobrecidas. Es en este siglo donde la atención de los partos pasa por completo al control patriarcal de los médicos, quienes obligan a parir acostadas y no en cuclillas, postura que implica menos dolor en el alumbramiento. Otra vez estamos ante la persecución de los saberes que se oponen a la uniformidad eurocentrada promovida por el brazo ideológico de la Colonia: el Tribunal del Santo Oficio.

La historiografía no sirve para reconstruir la historia de los pueblos si quien la realiza no se cuestiona sus privilegios y visibiliza su propio lugar de subordinación. De nada sirve tener historiadoras si su óptica sigue siendo la de la mujer blanca burguesa que se sirve del trabajo de las racializadas para cumplir su papel de “complemento de la sociedad”. El camino es otro: entender los saberes marginales de las mujeres en su capacidad subversiva. La recuperación de la memoria histórica es una herramienta para nuestras rebeldías, de las indígenas, de las afrodescendientes, de las campesinas y también de las mestizas que se atreven a cuestionar.

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