15 de marzo de 2014     Número 78

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Mujeres Indígenas y
Bienes Comunes Naturales

Angélica Schenerock Agua y Vida: Mujeres, Derechos y Ambiente, AC


FOTO: Agua y Vida: Mujeres, Derechos y Ambiente, AC

El debate sobre los bienes comunes se inserta en el actual contexto económico capitalista, cuyo modelo de desarrollo neoliberal corporativista hace peligrar la subsistencia de la vida humana y la vida del planeta.

Este es un debate que alerta sobre el peligro de las privatizaciones y el recrudecimiento de la exclusión de la gran mayoría de seres humanos del acceso a los elementos que posibilitan la vida, como el agua, la tierra, el aire, los mares, los bosques, las plantas y las semillas, y a los elementos por medio de los cuales la vida se manifiesta, por ejemplo las culturas, el arte, la sabiduría ancestral y el conocimiento local, las tecnologías, las prácticas y las relaciones que construimos con el entorno.

Las desigualdades sociales entre mujeres y hombres han constituido un obstáculo histórico para el ejercicio y la exigibilidad de los derechos y para la toma de decisiones. El acceso a los bienes comunes ha estado históricamente vetado para las mujeres en situación de marginación, principalmente las indígenas. A pesar de ser bienes comunes para toda la comunidad, el agua, la tierra, las semillas y las plantas han sido en realidad sólo de acceso masculino.

En México, para el año 2010, del total de 56 millones 924 mil 903 mujeres, 15.3 por ciento era indígena, mientras que para el total general de 16 millones 933 mil 283 habitantes indígenas, 51.3 por ciento era de mujeres.

Aunque las mujeres indígenas no configuran un grupo hegemónico, de manera general sí comparten condiciones similares de exclusión, pobreza y marginación, que se manifiestan en la violencia estructural; en la violencia intrafamiliar, y en la violación de sus derechos básicos, como alimentación, salud, educación y vivienda. La información disponible sobre las mujeres indígenas en México demuestra que ellas experimentan mayores índices de pobreza; son explotadas y reciben menores salarios; tienen menor nivel de escolaridad; menos años de esperanza de vida; mayores índices de mortalidad infantil y materna; mayor desnutrición, y menor acceso a los servicios públicos de saneamiento y a los bienes comunes como el agua potable, la tierra, las semillas criollas y la leña.

La crisis de subsistencia por la que atraviesan estas indígenas se ha traducido en una intensa migración interna desde el campo hacia las ciudades. En México, para el año 2010, la mayor parte de las mujeres indígenas, el 54.1 por ciento, vivía en ciudades, en búsqueda de trabajo, seguridad y mejores condiciones de vida. Ello, como respuesta al deterioro ambiental; a la presión demográfica sobre la tierra; a la ausencia de subsidios agrícolas para las mujeres, y a las normas y costumbres comunitarias excluyentes, violentas y desiguales que limitan su acceso a los bienes comunes naturales.

La disputa por los bienes comunes ha generado conflictos intergeneracionales, étnicos y políticos, y las mujeres son las más afectadas, pues, debido a la división sexual del trabajo, ellas son las que más se relacionan con estos bienes y sin embargo no tienen poder de decisión sobre los mismos, además de que no son reconocidas ni están lo suficientemente empoderadas para participar en los espacios público y privado donde se toman las decisiones sobre los bienes comunes.

La privatización de los bienes comunes se traduce en mayor pobreza y marginación, y es innegable que la medición convencional de los índices de desarrollo presenta sesgos de género, pues no visibilizan la situación específica de las mujeres indígenas. Además, las estadísticas presentadas por las instancias gubernamentales indígenas suelen mostrar a los hogares indígenas como espacios armónicos, con una supuesta participación equitativa de mujeres y hombres en los ingresos, en la toma de decisiones y en el disfrute de los derechos, y omiten el trabajo doméstico y el cuidado infantil, de adultos mayores y de enfermos –que son trabajos realizados diariamente por las mujeres-. Asimismo, omiten las prácticas y costumbres comunitarias excluyentes para las mujeres de los espacios de toma de decisión sobre los bienes comunes, en especial sobre la tierra y el agua, y principalmente sobre los proyectos desarrollistas como la minería, los monocultivos y la construcción de represas y de carreteras –proyectos que implican privatización de los bienes comunes.

Todavía hay mucho qué hacer para superar la desigualdad entre hombres y mujeres en el acceso a los bienes comunes. Las relaciones desiguales de poder, los diferentes tipos de violencia que viven las mujeres, los roles tradicionales de género y la división sexual del trabajo son elementos importantísimos que, no obstante, son soslayados al momento de hablar de los bienes comunes.


Del territorio y las mujeres

El breve espacio en que sí están

Martha Villavicencio Estudiante del Doctorado en Desarrollo Rural, Colegio de Postgraduados Campus Puebla


FOTO: Olivier Robert

Paulo Freire decía en su Pedagogía del oprimido que educar para la dominación implica que seamos personas abstractas, negadas, aisladas, sueltas y desligadas del mundo, y esto significa la negación del mismo mundo, al plantearlo como una realidad que está fuera de nosotros como personas.

Millones de mujeres campesinas hacen cada día muchísimas faenas y trabajos pesados, y cuidan a toda la familia. Se les niega la posesión de la tierra, el valor generado por su trabajo y hasta su propio cuerpo cuando deciden ser diferentes o practicarse un aborto. El mundo no es suyo, pues. Pero... ¿cómo les pueden enajenar el mundo a las mujeres si están paradas arriba de él y, más aún, si ellas son el mundo? Evitando ese viejo problema del reconocimiento que tanta comezón causa, tal vez la situación tiene que ver con aspectos que se han normalizado en la sociedad, discriminaciones en cadena que las excluyen y las protegen escindiéndolas del mundo, haciendo que tengan que pedir permiso para todo, incluso para ir a las cabeceras municipales.

Cuando no se le da la tierra porque piensan que la va a vender y que no la va a trabajar, se ignora su papel espacial, histórico, territorial. Se renuncia a darle un mejor papel desde que nace, porque el significado de tener cuerpo de mujer en los ojos de la familia es de pérdida, no de ganancia, y esto hace que se le mire diferente, con una decepción que con el tiempo se convierte en ninguneo crónico.

Talleres de género y salud son actividades normalizadas que cubren nuevos paradigmas conservando la vieja estructura. Entre las nuevas prácticas que hermanan a numerosas mujeres, especialmente en el estado de Oaxaca, las cajas de ahorro ayudan más que ocho cursos de autoestima. El dinero, y en otras partes el ganado, da autonomía.

Antes las mujeres se organizaban en las llamadas sociedades de solidaridad social. Hoy día la mujer campesina puede ser la representante de su organización agraria o civil, porque se ha posicionado. Y ha pagado la cuota de la crítica, las envidias, las acusaciones y la desconfianza de sus compañeros y compañeras.

Los fondos públicos se cuelgan del camino andado por ellas, con su oferta acotada. En palabras de Beatriz Dominga Pérez y Carlos Moreno (CIESAS-CDI-UABJO: 2012) se escucha así:

“Los quehaceres de las dependencias nacionales y estatales están dispersos debido a la poca participación de las mujeres, y a que carecen de visión y misión, tienen presupuestos limitados y no existe una definición jurídica, de estructura institucional, de presupuesto y de sujeto de atención que plantee, de una vez por todas, la integración de una efectiva política pública”.

Sus reglas de operación son cartas marcadas por las dificultades para disponer de la carpeta básica agraria, conseguir la firma del comisariado ejidal que casi siempre es un hombre, y acceder a la capacitación y las juntas masculinizadas por ingenieros enviados ocasionalmente a ofrecer programas a mujeres. El diablo se esconde en los detalles: el programa de apoyo a la equidad de género en la población indígena de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) pide cuenta en el banco y dirección de la organización, registros actualizados en la ciudad de México, acta constitutiva...

¿El campo no aguanta más... bebés? El asistencialismo del gobierno incluye persuasión para que le baje al número de hijos. No se da con una intención liberadora, más bien hay una interpretación de la anticoncepción como una forma de normar la ocupación del espacio. Una noción muy generalizada en los funcionarios públicos es que los pobres acaban con los recursos porque tienen muchos hijos. El grupo Equidad de Género (Pan para el Mundo: Chiapas, 2012) lo plantea así con el programa Oportunidades: “la promotora de planeación familiar les dice que “si no planifican, les va a quitar el apoyo... a las mujeres les exigen que tengan menos hijos porque ya no hay tierra y no hay recursos para tanta gente, esto dicen los operadores del programa”.

Las mujeres pobres ocupan un espacio destinado probablemente para otros usos altamente lucrativos. Pero configuran al territorio cuando tienen ahí su casa, recorren los caminos y vuelven personal y familiar el espacio. En la fiesta, en el deleite, está el buen vivir ahora tan en boga. En el río donde se bañan por la tarde, en el camino donde transitan, en la tierra que usan y habitan, y donde hacen hasta un plan a futuro que tiene que ver con los ritmos de conservación de la vida, como la milpa itinerante. El territorio es tan histórico que es cultura. Y la experiencia del mundo queda grabada en las campesinas que saben viejos conocimientos. Comunidades sapienciales, como diría Luis Villoro. Las mujeres que ejercitan la medicina y participan de la agroecología de su comunidad hacen también territorio.

Hoy, la guerra reduce la capacidad de recorrido y manejo de los espacios. La percepción de la violencia no equivale al riesgo real, pero el poder militar siempre limita el tránsito, porque cada soldado puede hacer realidad una fantasía de que las mujeres son para disfrute violento de los hombres, sin cuestionamiento real de sus autoridades. Esto no es un problema exclusivo de México. Los cascos azules de las Naciones Unidas han sido también denunciados frecuentemente por violación.

La guerra (eufemismo: lucha contra el narcotráfico) provoca que las mujeres sean usadas para dominar al enemigo y hacerlo sentir que no defiende a nadie de los que ama, ni conserva lo “suyo”. La guerra también siembra el miedo en las mujeres, y desplaza a la comunidad de la tierra que rápidamente tiene otros dueños. Es la estrategia seguida en Chiapas por los paramilitares, quienes llegaban al territorio ocupado con una banderita antizapatista. La violencia en Chiapas fue cambiando solamente de actores en estos años. Pero el resultado es la desposesión de la tierra de las comunidades, y la estrategia tiene un componente de hacer que las mujeres se vayan con toda su prole. Antes de irse ya les insistieron por si acaso en que no tengan más hijos.

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