Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 9 de marzo de 2014 Num: 992

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Instante bailado,
instante vivido

Andrea Tirado

Hoover o las
dualidades del sabueso

Augusto Isla

La literatura, una percepción del mundo
Javier Galindo Ulloa entrevista
con Federico Campbell

Los permisos de la
muerte: la violencia
narrada y sus límites

Gustavo Ogarrio

El narco entre
ficción y realidad

Ana Paula Pintado Cortina

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 

Jorge Moch
[email protected]
Twitter: @JorgeMoch

Se hacen viejas las ondinas

La muerte no se ve igual a mi edad
que a la tuya. Yo ya la tengo asumida

Paco de Lucía (a su hija Casilda)

Nunca como ahora, hoy, pudo nuestra especie ser tantas cosas al mismo tiempo y saberlo. Las comunicaciones, la tecnología de la inmediatez, el mundo todo es una sola cosa súbita; como escribió Ernesto Mallo con sabiduría concisa: “lo que no es útero es intemperie”. Y lo que no hemos inventado lo estamos imaginando. Sea programado o espontáneo, todo es ya. Pasado, presente, futuro o distancia son conceptos que nunca habíamos relativizado tanto. Pero seguimos siendo un mismo simio sofisticado y altivo. Por ejemplo, la idea de Dios, en sus muchas versiones, ha empequeñecido tanto y al mismo tiempo sigue despertando el mismo paradójico, ancestral odio asesino entre una advocación humana y otra. O los partidos políticos. O el proyecto económico. O la homosexualidad. O el derecho a defenderse de la violencia con más violencia.

Las artes son las dialécticas ganadoras y las más grandes perdedoras en el mundo simultáneo. La música, las artes visuales y  también las de naturaleza estática, como la arquitectura o la escultura, se mueven a la velocidad del pensamiento o del bit. El conocimiento se hace omnipresente. Todo mundo sabe. Pero la avalancha del tugurio, los medios masivos, también devoran todo y lo convierten en anecdotario que a veces estorba a la velocidad.

Los que nacimos en los últimos cincuenta años, a pesar de nuestros congénitos defectos y nuestras taras naturales, quizá seamos los más afortunados habitantes de este planeta en términos de civilización humana. Hemos podido saber todo, conocer todo, experimentar todo. Un arpa es lo mismo un ingenio de madera y cuerdas que un arreglo de rayos láser en paralelo. El universo, hasta sus intangibles reconditeces, se condensa en una pantalla. Y por esa ventana asalta el estupor de ver pasar el mundo y la vida mientras somos francamente incapaces de llevar al detalle el registro de tantos pormenores y sucesos trascendentales. Del horror de la extinción a la maravilla del descubrimiento de nuevas formas de vida, a la consecución de un legado de claroscuros. Es tan simple pero tan avasallador que aterra: nos ha tocado ver y escuchar casi todo. Ideas que parecían inamovibles en la historia las hemos visto reducirse a objetos risibles que ahora vemos, condescendientes, como pequeños reproches a la inteligencia o al sentido común. Ahí los excesos de las modas, o las estatuas de muchos grandes señores. Allí el monolito de lo que fue soviético o las certezas que aparentemente dejó Einstein. Hemos visto el mundo desde fuera de él, sumergido en la inmensidad falsamente inmóvil de un universo que no se está quieto. La alquimia trasmuta en ornato, y las ondinas se han hecho viejas. La mitología es un videojuego y Keith Richards es un anciano, el abuelo desmadroso.

Cuesta trabajo admitirlo, pero todo será siempre pasajero y banal. Va a ser que tenían razón los ascetas y la vida se cifra en momentos de excepcional belleza pero efímeros como ala de mariposa. Cuesta trabajo asumir la muerte de lo que parecía eterno, lo que nos venía acompañando y dando en qué pensar. A algunos les pasa con la suerte de los imperios o de los consorcios y para otros es el fallecimiento de un músico, un poeta o un ideal.

Suelto toda esta verborragia mientras escucho ese instante proverbial en que dos hombres se sentaron frente a una multitud en una noche agradablemente cálida de otoño y pusieron a vibrar las cuerdas de sus guitarras soberbias y los corazones de la gente. Una noche en San Francisco –como pudo ser en Guadalajara, Madrid, Berlín o Taipéi– y la vieja ondina nos volvió a engañar saltando del estanque, joven y bella. A veces, como a Danny Boodman T. D. Lemon 1900 en la estupenda adaptación cinematográfica que hizo Tornatore del Novecento, de Alessandro Baricco, la música emociona, y eso pasa mientras escucho “Mediterranean Sundance/Río Ancho” como la grabaron ese viernes de diciembre de 1980 Al Di Meola y Paco de Lucía. Esa pieza formó parte fundamental de la banda sonora de la adolescencia de este aporreateclas. Y ahora uno de sus autores, como Cortázar, como Monsiváis, como tantos padres nuestros, dejó de existir. Así.

Entonces filias y millones, elecciones y pleitos y premios y juicios se reducen a dimensión microscópica y no queda más que pensar que la grandeza reside en apenas unos renglones, en unas pinceladas, en el infinito cósmico que intersecan esas doce cuerdas de guitarra. Y que todo lo demás, tristezas, tragedias y alegrías, en realidad son los inútiles desvíos de un adiós impostergable.