Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 9 de marzo de 2014 Num: 992

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Instante bailado,
instante vivido

Andrea Tirado

Hoover o las
dualidades del sabueso

Augusto Isla

La literatura, una percepción del mundo
Javier Galindo Ulloa entrevista
con Federico Campbell

Los permisos de la
muerte: la violencia
narrada y sus límites

Gustavo Ogarrio

El narco entre
ficción y realidad

Ana Paula Pintado Cortina

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
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La Jornada Semanal

 

Instante bailado, instante vivido


Foto: Lois Greenfield

Andrea Tirado

“¡Tercera llamada, tercera! ¡Comenzamos!” Se apagan las luces; todo es negro. El telón se levanta lentamente y una luz tenue ilumina el escenario. Aparece entonces una silueta, un cuerpo. Es el bailarín que el público esperaba impacientemente. En él los espectadores perciben perfección, armonía, unión entre danza y música. Cada uno de los movimientos de su cuerpo parecen naturales, como si no costaran ningún esfuerzo.

Pero las apariencias engañan. Para que el bailarín alcance la agilidad, la plasticidad llevada hasta la perfección y la armonía, debe resolver un conflicto previo. Así, lo que es invisible al ojo del espectador es la lucha interna del bailarín. Frente a la estética se esconde un conflicto interno. El bailarín ha luchado contra su propio cuerpo. Ha tenido que aprender a controlarlo; a doblegarlo, a que haga lo que el esfuerzo estético exige que ejecute con naturalidad. Esto nos lleva a plantear algunas preguntas: ¿Qué tanto nos pertenece nuestro cuerpo? ¿Hay que aprender a controlarlo? ¿A dirigirlo? Y entonces, una vez domeñado a la voluntad de la exigencia estética, ¿qué tan legítimo es decir mi cuerpo?

En su libro 58 indicios sobre el cuerpo el filósofo francés Jean-Luc Nancy reflexiona sobre el sentido de la pertenencia, propiedad y posesión del cuerpo. Nancy cuestiona el sentido de decir: “Esto es mi cuerpo.” Plantea interrogantes sobre el uso de la palabra mi: ¿A quién hace referencia? ¿Quién es el propietario? ¿Cuál es la legitimidad de esa propiedad?

Según Nancy, mi indica posesión mas no propiedad. Es decir, yo poseo mi cuerpo, sin embargo, él a su vez me posee. Por lo tanto no me puedo apropiar de él, no soy su dueño [propietario], solamente lo poseo, tanto como él a mí. Mi cuerpo es al mismo tiempo mío en tanto que nací con él, pero es ajeno a mí porque no lo controlo.

No existe un control absoluto sobre el/mi cuerpo. Por lo tanto, con el fin de aprender a controlarlo, en ciertas actividades, como en la danza (especialmente la danza clásica), se crean dispositivos de control sobre el cuerpo. Se le inflige disciplina para doblegarlo, volverlo dócil y obediente. En la danza clásica, la academia se convierte en propietaria (dueña) del cuerpo del bailarín.

Para ingresar a la academia se pasa por un proceso de selección en el que muchos aspirantes son rechazados. Dicho proceso rompe sueños cuando alguien declara: “¡Tu cuerpo no me sirve!” o; “No tienes el cuerpo”. “Tu” (mi) cuerpo no le sirve al otro. Así, para formarse como profesional, el bailarín entrega su cuerpo “imperfecto” para que la academia lo perfeccione mediante dispositivos de control: la disciplina. Nace entonces un rechazo a la naturalidad del cuerpo. Dicho rechazo provoca el sometimiento ante la mirada de aquél que va a disciplinar.

Durante su formación, el cuerpo del bailarín se esforzará hasta conseguir momentos de control: equilibrio, giros, flexibilidad, memoria corporal, etcétera. A través de la disciplina el bailarín alcanzará la “experiencia del logro”. Ésta es “producto de distintas circunstancias que hacen que el cuerpo vaya cediendo” (M. Baz). Es, por lo tanto, resultado de la disciplina y de los mecanismos de poder que se apoderaron del cuerpo. La experiencia del logro hace que la disciplina y con ella cierta violencia infligida al cuerpo valgan la pena. Experiencia que da sentido, sólo por bailar, por liberarse y ser.

Por lo tanto, en el escenario el bailarín se libera, se desnuda, se descubre: es. Así es como el espectador percibe en él perfección y armonía. El bailarín ya no siente la música, es la música, es el espacio y emite gestos que aceleran su circulación y palpitación hasta hacerlo entrar en un estado de embriaguez. En el escenario el cuerpo desparece, permanece su registro: el movimiento. Desaparición de la figura, aparición de la forma. Al desaparecer el cuerpo se desvanecen las imperfecciones.

Sin embargo, incluso los momentos de control como la danza misma, son efímeros. Se podría decir que el bailarín aspira hasta cierto punto a algo imposible porque nunca logra un dominio absoluto sobre su cuerpo. Un error, una equivocación lo ponen de manifiesto. Recordemos a Nancy: “mi cuerpo también me posee.” En algún momento, por desgaste o debilitamiento, éste no responderá a lo que se le ordena y se hará evidente dicha posesión. Con el tiempo, el bailarín pierde habilidad, equilibrio y flexibilidad.

Pero nada de eso importa cuando se baila. El bailarín disfruta aunque se sepa en un debilitamiento paulatino conforme pasa el tiempo. “Se convierte en una oscilación entre un placer efímero –del instante bailado– y la agonía, la angustia frente a las posibilidades siempre escurridizas de un cuerpo” (M. Baz). A pesar de todo, el bailarín disfruta, vive, danza y es. Disfruta cada momento: un instante bailado es un instante vivido.