Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 2 de marzo de 2014 Num: 991

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El espíritu de
Arturo Souto

Yolanda Rinaldi

Querido Adán
Fabrizio Andreella

Ricardo Garibay:
la fiera inteligencia

Alejandra Atala

Huerta, el humorista
Ricardo Guzmán Wolffer

Una antología personal
Marco Antonio Campos

La presencia poética
de Efraín Huerta

Juan Domingo Argüelles

Canto al petróleo
mexicano

Efraín Huerta

Kubrick: la brillante oscuridad del erotismo
J. C. Rosales, N. Pando, R. Romero,
S. Sánchez, E. Varo

Sinopsis de un verano
Tasos Denegris

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
La Otra Escena
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Bemol Sostenido
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Las Rayas de la Cebra
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La Casa Sosegada
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La presencia poética de
Efraín Huerta


Efraín Huerta, Autorretrato

Juan Domingo Argüelles

Muchos han querido definir la postura estética de Efraín Huerta (1914-1982), etiquetar su obra, motejar su estilo, caracterizar su búsqueda literaria. No es cosa fácil, por fortuna, constreñir a Efraín Huerta en una sola dirección.

David Huerta, prologuista de la Poesía completa de su padre, afirmó con una muy objetiva visión apasionada e informada: “Lo que Efraín sí era puede decirse en unas cuantas palabras: un poeta sin el menor interés por hacer una carrera literaria convencional.”

Efectivamente, la carrera literaria de Efraín Huerta es anticonvencional desde el momento mismo en que, para él, el prestigio no es esa cursilería perseguida en mayor o menor medida por los escritores y en general por los artistas. El desparpajo de Efraín Huerta alcanza grados de escándalo “intelectual” cuando declara abiertamente que es un desordenado. Decir esto en un medio donde el que menos presume asegura que sigue un método y que escribe de pie (seguramente para que las ideas sean elevadas) o con un whisky a un lado, etcétera, es caer en el desprestigio del “momento supremo”. Pero no se crea, sin embargo, que Huerta no asumió la poesía como algo fundamental en su existencia. El desorden –hoy lo podemos decir sin mucho escándalo– es también un método válido en la poesía cuando produce resultados espléndidos.

David Huerta aclaró que su padre era “un lector voraz y desordenado, pero de un ejemplar sentido del orden en el momento de sentarse ante la máquina de escribir, con libros y recortes a la mano”. Efraín Huerta se declara también “antipoético por excelencia”. Pero, ¿por qué no habríamos de entender esa gozosa ironía como un guiño más de su sentido del humor? Si hay algo de verdad en esa revelación, que convoca al escándalo de los solemnes, tiene que ver asimismo con la manera en que Efraín Huerta no entendía la poesía. En un medio donde casi todos los poetas declaran, y lo dicen en serio, que la poesía es su vida misma y que si no pudieran escribir más, morirían, Efraín Huerta ríe gozosamente de esos ridículos afanes de trascendencia, y con genuina indiferencia ante la gravedad de los solemnes declara: “El que escribe al último/ Escribe mejor/ Yo apenas empiezo.”

La originalidad de Efraín Huerta no sólo está en sus gozosas ocurrencias, sino también y sobre todo en el sustento de una sensibilidad plenamente despierta y en una rapidez de inteligencia envidiables. Quien lea con atención el “Manifiesto nalgaísta” o las “Barbas para desatar la lujuria” podrá darse cuenta de que su autor goza, se divierte con el idioma, se solaza con las palabras, con un sentido evidentemente literario. Nadie que sepa leer podría decir que ese es el único Efraín Huerta posible. Del mismo modo que el albur cotidiano pierde toda eficacia si carece de rapidez y adecuación al momento, es obvio que todo albur ya sabido y manido pierde su razón de ser, porque carece de la chispa incendiaria del doble sentido del lenguaje. La divertida lujuria de la poesía última de Efraín Huerta es realmente liberadora porque deslumbra en su eficacia verbal, que por lo demás no se repite.

Con su particular estilo de definir las cosas, Efraín Huerta escribió: “Creo que cada poema es un mundo. Un mundo y aparte. Un territorio cercado, al que no deben penetrar los totalmente indocumentados, los huecos, los desapasionados, los líricamente desmadrados.”

Si, efectivamente, leemos cada poema de Efraín Huerta como un territorio aparte, percibiremos que cada uno de ellos responde a una emoción y a un impulso vital particular, pero que casi nunca se vuelve lugar común. Es inevitable apreciar tres momentos distintos de la obra poética huertiana; pero aun los poemas que pertenecen a un mismo período de creación, aunque conserven el aliento similar no padecen los defectos de una estética convertida en receta.

¿Cuántos poemas no hubiera podido escribir Efraín Huerta en la misma tesitura de “Avenida Juárez”? ¿Y cuántos no hubiera podido hacer con los mismos elementos de “Los perros de Dios o las tribulaciones del Arzobispo”? Sin embargo, no cayó en ese facilismo.

Al releer la Poesía completa de Efraín Huerta una de las cosas que más salta a la vista es que se trata de una obra diversa. Los poemas de tono político, por ejemplo, no ensombrecen de ninguna manera a los poemas amorosos, que son muchos y afortunados; los textos más breves (y no estamos hablando en este caso de los poemínimos, que se cuecen aparte) son variados: canciones, postales, coplas, sátiras, etcétera; los textos de ocasión, no por ser circunstanciales dejan de tener una intensidad deslumbrante; luego tenemos los poemínimos que, cuando aciertan, son verdaderamente resplandecientes.

El mejor Efraín Huerta es ese irreductible escritor que puede incluso bromear pero que jamás olvida la triste realidad que padece su país. Y conste que con esos temas explosivos Efraín Huerta bien hubiera podido escribir panfletos o documentos. No lo hizo así; por encima de todo es un poeta, y aun en sus textos más declarativos es posible advertir su enorme sensibilidad y su indiscutible talento.

Tres cosas, por encima de otras, destacan a lo largo de la poesía de Efraín Huerta: la claridad, lo prístino (esto es: la luminosidad, el alba, y no en vano dos de sus libros llevan por títulos Línea del alba y Los hombres del alba); el amor (en todas las posibilidades, desde la serena admiración hasta la desatada lujuria, pasando por momentos de intenso erotismo, y aquí sus libros se titulan Absoluto amor, Poemas prohibidos y de amor, Los eróticos y otros poemas, Circuito interior); y, finalmente, en esta trinidad de impulsos está la rebeldía (presentada también en diversos tonos: desde la protesta llena de ironía, sutil, hasta el tremendo grito y el estruendo del denuesto y la maldición, pasando por elevados ejemplos de un humor burlesco que constituye dulce venganza contra lo que el llama “las bestias”, y aquí también hay títulos de libros que delatan sin ambages esa rebeldía: Poemas prohibidos y de amor, Estrella en alto y Poemas de guerra y esperanza, además de otros muchos poemas contenidos en títulos menos obvios).

Claridad, amor y rebeldía componen una obra poética que no tiene nada de elemental en el sentido o en los sentidos que podemos hallar en cualquier diccionario de sinónimos: simple, obvio, fácil, corriente, etcétera.

La obra total de Efraín Huerta es un espléndido fragmento de la poesía mexicana. Leerla y releerla, no sólo con fervor sino también con atención, nos conducen a un placer y a un conocimiento mayores de este gran poeta que, en el “Borrador para un testamento”, escribió: “por la piedad que profeso/ por el amor que me mata/ por la poesía como arena/ y los versos, los malditos versos/ que nunca pude terminar,/ dejo tranquilamente/ de escribir”.

La vida y la obra de Efraín Huerta podrían definirse con una sola frase: honradez intelectual. Envejeció y se fue con dignidad (humana y literaria), cosa verdaderamente difícil en este tiempo y en cualquier tiempo. Su epitafio lo escribió en 1970: “A las/ Honorables/ Autoridades/ Marítimas/ Celestes/ Y terrestres:/ No/ Se culpe/ A nadie/ De/ Mi/ Vida.”