Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 2 de marzo de 2014 Num: 991

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El espíritu de
Arturo Souto

Yolanda Rinaldi

Querido Adán
Fabrizio Andreella

Ricardo Garibay:
la fiera inteligencia

Alejandra Atala

Huerta, el humorista
Ricardo Guzmán Wolffer

Una antología personal
Marco Antonio Campos

La presencia poética
de Efraín Huerta

Juan Domingo Argüelles

Canto al petróleo
mexicano

Efraín Huerta

Kubrick: la brillante oscuridad del erotismo
J. C. Rosales, N. Pando, R. Romero,
S. Sánchez, E. Varo

Sinopsis de un verano
Tasos Denegris

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


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Jair Cortés
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La luna, José Juan Tablada y John Steinbeck

Para Martha Bazán, lectora de la luna

La luna es quizá uno de los temas más recurrentes en la literatura universal. Su misteriosa y eterna presencia como compañera de nuestro planeta no sólo afecta las mareas sino también los ciclos del espíritu humano. En la ebria soledad de Li Po o como remedio para “los que se han intoxicado de filosofía” (Jaime Sabines dixit), la luna es cómplice del hombre y de aquellos poetas que buscan la luz que los vocablos irradian. La palabra luna, en su origen, significa brillar, luminoso o “la que ilumina”. Paradójicamente, la luna es un cuerpo celeste que no irradia luz; al final (o inicio) del disco The Dark Side of the Moon (El lado oscuro de la luna) de Pink Floyd se escucha una voz que dice:  “la luna no tiene un lado oscuro, de hecho es toda oscura”. Esta impactante verdad se revela cuando la luna se interpone entre el sol y la tierra: entonces somos testigos de una luna negra, un eclipse que llena de sombras al día y que proviene de aquella que ilumina cada tanto nuestros pasos en la noche. Sin embargo, esta verdad no le resta ese halo mágico que la hace fascinante en noches de luna llena.

En “La luna”, uno de los más sublimes haikús en lengua española, el poeta mexicano José Juan Tablada escribía:  “Es mar la noche negra,/ la nube es una concha,/ la luna es una perla.” Esa misma alegoría es la que alimenta a La perla, novela corta del escritor estadunidense John Steinbeck (publicada hacia la mitad del siglo XX). La novela narra las vicisitudes de un joven pescador que vive en medio de la pobreza extrema. Steinbeck nos advierte que su novela proviene de la tradición oral: “En la ciudad se relata la historia de la gran perla, cómo fue hallada y cómo volvió a perderse. Hablan de Kino el pescador, de su esposa Juana y del pequeño Coyotito. Y como la historia se ha relatado tantas veces, ha echado raíces en la memoria de todos. En ella, como en todos los relatos eternos que viven en los corazones del pueblo, sólo hay cosas buenas y malas, blancas y negras, santas y perversas, sin que se hallen jamás medias tintas…” Claroscuros que aluden a lo que vive dentro de cada hombre y que resaltan ese punto en el que convergen ambos: la luna, cuya luz proviene del sol y es reflejada sobre la oscuridad de la tierra llamada noche. Una  “gran perla”, la luna o la perla de tamaño descomunal, se convierte en el símbolo de las ambiciones siniestras de un pueblo y en el motivo perfecto para que la envidia se derrame sobre la paz y la esperanza.

El haikú de Tablada es, en cierta forma, la condensación de la novela La perla de Steinbeck: una historia enmarcada en la costa, en el mar de la “noche negra”,  bajo la luz de la luna (la otra perla) cuyo destello atrae a todo ser vivo, incluyendo al coyote (bondadoso en comparación con los horrores que puede provocar el hombre).