Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 16 de febrero de 2014 Num: 989

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Mihai Eminescu
Vasilica Cotofleac

Adrián
Marin Malaicu-Hondrari

Cuatro poetas

Carta sobre una
literatura periférica

Simona Sora

Poema
Radu Vancu

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Minificciones
Mario Sánchez Carvajal
La Otra Escena
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Bemol Sostenido
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Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
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Cinexcusas
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La Jornada Semanal

 
 

Hugo Gutiérrez Vega

Memorias de La Casa del Lago

En 1975 me hice cargo de la dirección de la Casa del Lago, el noble centro de difusión de la cultura que nuestra UNAM tiene en el corazón del Bosque de Chapultepec. Es claro que, en muchos aspectos, la Casa era un lugar visitado fundamentalmente por la élite intelectual, pero, como los paseantes se asomaban los fines de semana para ver alguna exposición o para escuchar un concierto de la Camerata que dirigía el maestro Bernal, era un lugar de encuentro de las clases populares con la cultura que difundía la Universidad. Así que se cumplían las dos funciones: se creaba y experimentaba, y se difundía la cultura con el propósito principal de ir formando poco a poco a los grupos de espectadores de teatro y cine, a los amantes de las artes plásticas y de la música, y a los interesados en los debates sobre todos los temas del cielo y de la tierra que gozaban los bienes de la libertad de expresión que sólo la Universidad podía dar sin restricción alguna. Ignoro cuál es la situación actual de la Casa. Los directores no tienen mucho interés en hablar con las momias que trabajaron en ese centro de verdadero encuentro cultural. Esto no me extraña en lo absoluto, pues la vida del país consta de sexenios que se ignoran entre sí, y la UNAM se reinventa con cada rector nuevo. Nuestra idea del poder nos obliga a negar el pasado –o a ignorarlo–, y a pensar que todo empieza con nuestro ombligo recién llegado a un mundo que inauguramos con nuestras augustas personitas. En fin... silencio, “el resto es silencio”.

La presencia de Juan José Gurrola, maestro y amigo muy querido, controvertido y vuelto a querer; de Nicolás Núñez, Eduardo Ruiz Saviñón, Ignacio Hernández, Salvador Garcini, Edgar Vivar, Fiona Alexander, Héctor Mendoza, Juan García Ponce, Leonora Carrington, Gabriel Weisz, José Antonio Alcaraz, Calatayud, Mario Lavista, Vicente Rojo, Raquel Tibol, Carlos Pellicer, Jaime Sabines, Álvaro Mutis, José Emilio Pacheco, Eduardo Lizalde, Enrique Molina, Carlos Monsiváis, Elsa Cross, Adán Guevara, Alejandro Aura, Cauduro, Cuéllar, Candelario, Lolita Duset, Helena Guardia, Fuensanta Zertuche, Patricia Bernal, Manuel Núñez Nava, Tina French, Dunia Zaldívar, Yolizma, Zermeño, Aguilar, algunos ilustres boleristas como Vicente Garrido y Emma Elena Valdelamar, Pepe Kahn, Tino Contreras y otros muchos actores, actrices, músicos, pintores, enriquecieron la oferta cultural de la Casa y, a pesar de la ocupación del foro abierto por los miembros del CLETA, el público llenaba todos los fines de semana las galerías, el anexo y los pequeños foros del antiguo Instituto de Biología, que fue la sede del Automóvil Club, restaurante y, por un rato, residencia del presidente Adolfo de la Huerta. Se conservaban sus historiados y pesadísimos muebles, y con ellos arreglé mi oficina que tenía vista al lago y al beso de las parejas enamoradas. Sin duda, ese fue el más placentero y agitado trabajo de mi vida ya de por sí bastante inquieta y errática. Me proponían una especie de homenaje en la Casa. No lo acepté. No le vi el objeto... Me hubiera gustado reunirme con todos los que trabajaron a mi lado en tantas tareas artísticas, pero no es fácil reunirlos y muchos ya se me fueron. Mejor el silencio. La historia de la difusión de la cultura, del teatro y de las artes en general recogerán algo de lo sucedido en aquellos años luminosos. Y si no lo hace, no importa demasiado. A estas alturas de la vida, se está ya por encima (o por debajo) de tantas cosas, que lo único que nos queda es la memoria y, a fe mía, no es poca cosa.

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