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Kapuscinski, Kafka, mujeres
U

na de las novedades que trajo la biografía Kapuscinski non-fiction (2010), de Artur Domoslawski, es haber puesto más luz a la vida personal de Ryszard Kapuscinski –cuyo séptimo aniversario luctuoso conmemoramos el pasado 23 de enero–, sus tormentosas relaciones con las mujeres, y la presencia de éstas, o más bien su casi total ausencia, en su obra (aunque el biógrafo no ha sido el primero en notarlo). Y casi, como es sabido, hace una gran diferencia.

Si no las hubiera para nada, lo más que se podría concluir es que... el gran escritor polaco no era un misógino. Pero las pocas ocasiones donde sí aparecen, dan pie a conclusiones más bien incómodas.

En su vida había muchas: la esposa, la hija, la hermana, y también otras. ¿Pero por qué las mujeres no son protagonistas de sus escritos, y cuando están, apenas sirven de fondo para los hombres? ¿Será porque aparte de fuente de apoyo, amor u objetos de admiración, también eran fuente de problemas y relaciones difíciles?

Los problemas, sin embargo, no explican nada. Tomemos por ejemplo – toutes proportions gardées– a Franz Kafka.

Como se sabe, Kafka con las mujeres principalmente tenía problemas; y como había muchas en su vida, también había muchos problemas.

Estaba la madre, con quien Franz tenía un contacto difícil, y las tres hermanas –Elli, Valli y Ottla–, de las cuales sólo con la última fue cercano. En la famosa Carta al padre la describió como la única capaz de oponerse a la tiranía del patriarca (y fue ella quien lo convenció de no mandarla al destinatario).

Habían otras: Felicia, Julia, Milena, Dora, todos ejemplos de relaciones difíciles y de la inhabilidad de comprometerse (aunque Kafka no temía a las mujeres; temía al matrimonio).

Y a pesar de esto –o quizás precisamente por esto–, en sus cuentos y novelas hay gran cantidad de mujeres, toda una pléyade de personajes.

Las necesitaba para escribir y necesitaba escribir para mediar con ellas.

Como subraya Elisabeth Boa, autora del estudio Kafka: gender, class, and race in the letters and fictions, el autor de El proceso usaba los personajes femeninos como si en la literatura quisiera escapar de las verdaderas relaciones de género y dominar mejor a las mujeres.

Están en su Diario 1910-1923, donde describe detalladamente sus tormentos con ellas y sus cuerpos impuros, pero también admira –pocas en aquel entonces– a las mujeres activas en la vida pública.

Están en su vasta correspondencia, gran parte de la cual fue dirigida a ellas: mujeres educadas, liberadas, que no sólo fueron sus amantes, sino también sus compañeras intelectuales.

Aunque la manera de presentar a las mujeres en su prosa es a veces ambigua (hay figuras emancipadas, pero también clichés sexistas), como subraya Boa, Kafka evolucionaba sucesivamente a un lado más cercano a ellas, algo que lo ponía en clara oposición al misógino y antifeminista tono de su época, cuyo principal representante fue el filósofo austriaco Otto Weininger.

Como apunta Michael Löwy, el sociólogo franco-brasileño, en el ensayo Franz Kafka, soñador insumiso (donde analiza el poco conocido episodio del contacto del escritor con los círculos anarquistas de Praga), el motivo de insumisión aparece en Kafka varias veces justamente en la mujer: una de las protagonistas que conserva la auténtica capacidad de rebelarse es Amalia de Castillo –una novela llena de mujeres– la única que desafía su poder (su arquetipo pudo haber sido Ottla).

La Amalia rebelde, según Löwy, representa el individualismo libertario del mismo Kafka.

¿Será una casualidad –pregunta el autor– que los más atentos lectores e intérpretes de Kafka hayan sido mujeres: Hannah Arendt, Marthe Robert, Rosemarie Ferenczi, Marina Cavarocci-Arbid?

En Kapuscinki –otra vez toutes proportions gardées– hay demasiadas pocas mujeres para hablar de tipos de personajes o su evolución; suficientes, sin embargo, para hablar de machismo o misoginia.

Está, sobre todo, Carlotta, la guerrillera angoleña en Un día más con vida.

Aunque representa un excelente material literario y bien podría ser la protagonista del reportaje –una alegoría política o un símbolo de la lucha libertaria–, queda relegada al objeto pasajero del interés de los hombres y encerrada en la mirada masculina: una mulata bonita, aunque no tan guapa, cuya belleza fue creada por los que la miraban (también Kapu).

Hay un fragmento en Viajes con Heródoto sobre mujeres amas de casa; un par de notas en Lapidarios: sobre el busto de una habitante de Berlín, una impresión sobre la mentalidad de las participantes de un concurso de belleza, y algunas más donde las mujeres son apéndices del hombre, y están del lado de la biología y/o el hogar.

En Lapidarios, aunque hay todo un universo de reflexiones, recuento de viajes, encuentros o lecturas, las voces femeninas escasean; raramente admira Kapuscinski los libros o las ideas de las mujeres; casi no habla de intercambios intelectuales con ellas.

Si bien estas notas no llegan al nivel de misoginia por ejemplo de Sándor Márai –el gran novelista húngaro que en sus, dicho sea de paso, sublimes reflexiones Cielo y tierra, duda si las mujeres incluso tienen alma, pueden acceder a los sentimientos altos o al arte de escribir (¡sic!)–, resultan muy sintomáticas.

Como aquella, también de Lapidarios, sobre la mujer como la espera, que Domoslawski pone como el lema del capítulo sobre las relaciones del escritor con las mujeres.

En este sentido es paradójico que en el debate que encendió la biografía las voces de las mujeres: periodistas o críticas literarias –sin mencionar a la viuda o la hija, que desde el principio la rechazaron–, eran, por lo general, las más conservadoras.

Las que podrían tener más razones para aplaudir la deconstrucción de Kapu y su obra sugerida por el biógrafo y querer seguir la pista, más defendían su imagen inmaculada.

Finalmente, tras una larga batalla judicial, la viuda y la hija del escritor en septiembre de 2013 lograron censurar los capítulos polémicos.

*Periodista polaco