Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 26 de enero de 2014 Num: 986

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La melancólica
sonrisa del editor

José María Espinasa

La vida es un viaje
Vilma Fuentes

En tierras de Vallejo
Juan Manuel Roca entrevista
con Juan Gelman

Gelman, en el
nombre del hijo

José Ángel Leyva

Carta abierta a
Juan Gelman

Tres poemas inéditos
Juan Gelman

Tres rostros en una obra
Marco Antonio Campos

La palabra de
Juan Gelman

Hugo Gutiérrez Vega

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 

Ana García Bergua

Reyes de las nieves

Hace bastantes años me fui a buscar a la hemeroteca la noticia del día que nevó en Ciudad de México. Según el Excélsior del 11 de enero de 1967, el día anterior, a las cinco de la madrugada, “como si formaran una cortina de fino tul, infinidad de copos de nieve cayeron sobre la capital”. Gracias a ese viaje al pasado pude comprobar la impresión pertinaz de que durante mi infancia La novicia rebelde estuvo siempre en cartelera, del lado izquierdo hasta arriba de la hoja del periódico. Por otro lado, supe que al día siguiente de la nevada estrenaron en cartelera el Doctor Zhivago y que murió Celestino Gorostiza –Salvador Novo, que este año cumple cuarenta años de fallecido, escribió en otro periódico que la capital le había regalado al dramaturgo “un blanco e inusitado sudario”. Según la prensa, esa madrugada del diez de enero de 1967 no hubo clase y todos los niños salieron a jugar con la nieve; yo recuerdo el entusiasmo con que salimos a lanzarnos bolas de aquellos montoncitos de sucio helado que cubrían apenas los toldos de los coches y aun así cumplían decorosamente con la promesa de un invierno de cuento de Hans Christian Andersen: por un rato fuimos los gozosos reyes de las nieves. Y también recuerdo que mis hermanos y yo nos congelamos las manos por no usar guantes, y para colmo se nos ocurrió después la brillante idea de meterlas en agua caliente: la abuela Riera nos las tuvo que masajear, seguramente evocando inviernos europeos e implacables, no como esa nevada de juguete que hasta la fecha adorna la infancia de quienes la vivimos. La magia se terminó, por cierto, según cuenta el periódico, a las diez de la mañana, cuando cayó un chaparrón desilusionante y derritió el prodigio. Debe de haber sido triste, el final de una película que no se repetiría jamás.

Desde entonces no he visto la nieve, como no sea en las películas –o cuando un automóvil audaz, proveniente del Ajusco, logra llegar a Insurgentes con el muñeco de nieve todavía vivo y de pie sobre la cajuela–, y si no fuera por el dolor en las manos ateridas, recordaría aquel momento con los calores del gozo que inundaba el corazón. Seguro que ese día fue helado, de una temperatura exagerada, rarísima para nuestra capital, pero me pregunto si ese frío inusitado se sintió tan implacable como el que nos azota ahora, ahora que además estamos tristes porque este invierno se ha llevado a algunos amigos y también al poeta Juan Gelman, a gente que conocimos y a gente que admiramos, y eso lo hace más frío cada vez, o hace que el frío se cuele por todos los huecos de nuestra fragilidad. Quién sabe por qué cada año el frío nos desprotege más, nos hace sentir inermes pajaritos arrebujados en las sábanas y las cobijas, condena a los que viven en la calle al calor malsano de las coladeras. Y pasamos semanas esperando la benevolencia del termómetro, pidiendo que ya no se lleve a nadie más y que pase rápido, como deben hacer los ángeles y los fantasmas cuando los silencios los invocan.

En algunas mañanas, el invierno nos regala como limosna a los pobres habitantes de esta urbe condenada al fracaso, unos días claros en que a veces, de manera prodigiosa, descubrimos los volcanes mientras esperamos con el coche ronroneando en el alto, o una visión alucinada del Ajusco copeteado de nieve. Porque así es el invierno nuestro: es tan cruel que hasta nos obsequia algunas ilusiones. Y luego, eso sí, nos acompleja: ¿de qué se quejan?, ¿no vieron la foto de las Cataratas del Niágara detenidas, la ciudad de Chicago sepultada en la nieve? Y es verdad, de aquellos lares en el norte vienen avasalladores, uno tras otro, los famosos frentes fríos, hermanos de los huracanes de agosto, primos de los incendios de mayo.

Invierno de pacotilla, invierno que ya quisiera ser invierno, que alguna vez lo fue, en aquella mañana memorable de enero de 1967. Pero así nos tiene, tristeando, congelados en recuerdos y fantasías, y repitiendo el epitafio del poeta Juan Gelman que se llevó el invierno:

Un pájaro vivía en mí.
Una flor viajaba en mi sangre.
Mi corazón era un violín.
Quise o no quise. Pero a veces
me quisieron. También a mí
me alegraban: la primavera,
las manos juntas, lo feliz.
¡Digo que el hombre debe serlo!

Aquí yace un pájaro.
Una flor.
Un violín.