Opinión
Ver día anteriorJueves 16 de enero de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La opacidad del poder
D

esde que Felipe Calderón asumió la Presidencia, Michoacán pasó a ser la piedra de toque de la ofensiva oficial contra el crecimiento alarmante de las actividades de la delincuencia organizada. En esos días, como se recordará, el presidente vistió el uniforme militar de campaña y se lanzó a la guerra, aprovechando así la ocasión para obtener por otros medios la legitimidad que las elecciones le habían escamoteado. Con el tiempo se vería hasta qué punto la tentación de usar con fines políticos la restauración del orden público pesaría en los acontecimientos, en su estado natal pero también en el balance general del combate al crimen. Con todo, lejos de traer la tan anhelada tranquilidad, el famoso michoacanazo enturbió aún mas, si cabe, la convivencia. La desconfianza hacia las autoridades creció como la espuma, sobre todo en las regiones donde las bandas criminales se convirtieron en un poder paralelo, capaz de imponer a sangre y fuego sus leyes. La necesidad de poner fin a la impunidad no se vio coronada por la efectiva transformación de las instituciones, aunque con el paso del tiempo se reformaron muchas leyes y se crearon nuevos paradigmas. Pero la temprana ilusión de que se iban a recuperar para el Estado vastas zonas sustraídas al orden nacional se selló en todo el país con una cantidad de víctimas comparable e incluso superior a la de conflictos bélicos plagados de atrocidades, pero también, paradójicamente, con un crecimiento expansivo de otros delitos graves, como el secuestro y la extorsión, que lastiman dolorosamente a la población. Algo no estaba funcionando.

Se hizo evidente que el problema rebasaba con mucho el enfrentamiento entre las fuerzas del orden y los delincuentes, cuyo perfil se daba por conocido sin atender a las peculiaridades regionales en las que surgían y desplegaban, pues para el gobierno bastaba la hipótesis de que todo era fruto de la pugna sangrienta entre los varios cárteles conocidos que operan en el país. El discurso oficial (pero también el ciudadano) comenzó entonces a llenarse de urgentes llamados a la reconstrucción del tejido social, aunque las voces no coincidieran en qué debería entenderse como tal. Resultaba evidente que en esa explosión de la violencia había algo más que el gobierno no podía o no quería reconocer: para algunos, como se ha sugerido antes, la crisis había surgido por la omisión de la autoridad para cumplir con sus funciones básicas de ofrecer seguridad a los ciudadanos, al punto de perder el monopolio de la violencia, de modo que el cumplimiento de la ley a rajatabla se convertía así en el tema central de toda reflexión. No faltaron voces exigiendo la estricta aplicación del estado de derecho, como si la situación, en sí misma, no fuera ya un descalabro al funcionamiento general de la justicia. Se trataba, entonces, de llenar ese vacío, como si, en efecto, la ausencia del Estado pudiera explicarse a partir de consideraciones geográficas , como abandono de las responsabilidades en materia social que materializarían el binomio estigmatizador pobreza-violencia. Sin embargo, si bien la desigualdad y la falta de justicia inciden de manera sustantiva en el problema, lo cierto es que muchas veces las denuncias omiten decir algo bastante obvio: la descomposición del tejido social es inseparable de las formas que adopta el ejercicio del poder en determinadas regiones de cara a los cambios estructurales registrados y a los intereses que objetivamente compiten entre sí.

La connivencia de la autoridad con las policías locales, sean estatales o municipales, está sustentada no solamente en la acción corruptora de los delincuentes, sino en las relaciones sociales y políticas predominantes cuya crisis, en definitiva, condiciona el modo de ser de la criminalidad en cada escenario. No es lo mismo la génesis del narco en Sinaloa que en Michoacán, donde la implantación de las bandas criminales como La familia o Los templarios se da como parte de una tarea superior justiciera implicando a las comunidades que así creen protegerse de la violencia. Sin embargo, poco se habla de la historia que nos trajo hasta aquí, si bien esa laguna comienza a llenarse con investigaciones serias como Los márgenes del Estado mexicano, de Salvador Maldonado, editado por El Colegio de Michoacán, donde se reconstruye minuciosamente la sucesión de hechos que llevó a la Tierra Caliente a ser el problema que es hoy.

Ese es el mejor camino para tratar de comprender, más allá de la defensa abstracta del derecho, cómo y por qué surgen las llamadas autodefensas, que tampoco son asimilables a un modelo único, como está demostrado a lo largo y ancho del país. Más que pedir histéricamente su desarme y descabezamiento conforme a la ley, cuestión irrebatible, sería menester interpretar qué nos dice como sociedad el hecho también comprobable de que ciudadanos pacíficos se alcen en armas para defender sus vidas ante la indiferencia de la autoridad. A los que repiten que la actuación del Estado ha de estar sustentada en la participación ciudadana habría que preguntarles qué esperan en comunidades donde las armas –y la autoridad– están del lado de los malos y los federales no distinguen entre unos y otros. No es posible refrendar la ley del talión, pero sí es tiempo de que se nos informe con veracidad acerca de la situación por dura que ésta sea.

Si vamos a intentar reconstruir el tejido social, ya es hora de abandonar el pensamiento mítico de la clase gobernante que, en vez de creer en la democracia y la redistribución del ingreso, piensa que el país se transformará (sin cambiar en lo esencial) con el dinero que la venta del patrimonio nacional nos arrendará.

Dedico este artículo a Jacqueline Peschard, cuya honestidad es un libro abierto.