Martín Ramírez, migrante

En el país del silencio


Martín Ramírez en el hospital DeWitt en California

Al paso del tiempo, la verdad del arte se impuso a cualquier explicación clínica o antropológica del fenómeno Martín Ramírez —muerto hace medio siglo— y su portentoso mundo milimétrico de dibujo y encáustica, creado en silencio y apartamiento psicótico durante los últimos quince años de su vida en un hospital psiquiátrico en Auburn, California, donde fallece el 17 de febrero de 1963 a los 67 años. Nacido en Rincón de Velázquez, Tepatitlán, Jalisco, en 1895 (algunas fuentes dice que antes), trabajador del campo, buen jinete, se casó en 1918 con María Santa Ana Navarro Velázquez y procrearon tres hijas. Nunca conocería a su cuarto hijo, que nació en 1926, luego de que Martín migrara a Texas y Arizona en busca de trabajo en las minas y los ferrocarriles. Manda remesas cuando puede. Hacia 1930 comienza a dibujar cosas raras en los márgenes de sus últimas cartas familiares. En 1931 decide dejar de hablar por completo. La policía del condado de San Joaquín, California, lo aprehende “por escandalizar en la vía pública”. Merodeaba desnudo en un edificio abandonado. Se dice que en ese momento grafiteaba en la pared la frase: “hoy va a llover”.

Preso y después internado en un frenopático de Stockton como “paciente que no coopera”, lo que sí le llovió fueron diagnósticos: maniaco depresivo, catatónico, esquizofrénico, demente precoz, sifilítico, autista, tuberculoso. Si bien la Revolución Mexicana le tocó durante su juventud en los Altos de Jalisco, más lo afectaría, y por ausencia, la guerra cristera de 1926 a 1929, pues fue lo que le impidió regresar. El temor de que se lo llevara la leva. En su tierra, el conflicto armado era atroz, intenso, absurdo. En el corazón de la antigua Chichimeca, en nombre de Cristo como en la Conquista, y ahí te voy. Por malos entendidos, comprensibles en aquellos tiempos de vías de comunicación primitivas e indirectas, Martín creyó, equivocadamente, que su mujer se había ido con el enemigo, los federales, y parece que eso fue lo que desató su deterioro. Al ser detenido, ya no mandaba dinero.

Escapa tres veces de su internamiento (1932, 1933, 1934). La tercera regresa por las buenas, luego de vagar tres días por las calles. En 1935, a cuatro años de no transmitir señales, comienza a dibujar. O sea, a comunicarse por ese único canal. Hasta entonces no transmitía nada, salvo su absoluta ausencia. En 1948 lo cambian al hospital DeWitt en Auburn, en el norte de California, y envían sus dibujos a la familia, que ya fue rastreada allá en Jalisco. Ésta, años después, los destruirá por temor al bacilo de la presunta tuberculosis de Martín. En 1950, un noble ruso, rico y conservador, llamado Charles Muskavitch, socio de una galería de arte en Sacramento, se interesa en sus obras. También entonces lo descubre el psicólogo Tarmo Pasto y lo convierte en un caso estrella de locura comparada, publica en revistas científicas, dicta conferencias, recibe las becas Ford y Fulbright, y hacia 1958 se desentiende.

Considerado artista ingenuo, naif, pronto se le asocia con Paul Klee, Max Ernst, el arte bruto de Jean Dubuffet, Jasper Johns y Robert Raushenberg. El paciente Martín ni se entera. A veces arranca páginas de periódicos y revistas, saca papel de donde puede, pega los pedazos con papa y agua, pues le da por los formatos grandes. Trabaja en el suelo, como hacía en su tierra en el campo. Dibuja rollos a lápiz, con cerillos, usa fluidos corporales, hace collage con fotos, inventa patrones cósmicos y pone a girar los infinitos. Pasados y futuros, con el ciervo recurrente de su obsesión. Se pone de moda escribir sobre su “caso”. Lo exhiben en museos y galerías en Estados Unidos. A la manera de los poetas románticos Frederich Hölderlin y Robert Walser, o el grabador zacatecano Severo Amador, sobrevive largos años en una lejana y apacible locura creativa. El 17 de febrero de 1963 muere de edema pulmonar agudo y es enterrado en la fosa común porque nadie reclama su cuerpo. (HB)