Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 22 de diciembre de 2013 Num: 981

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Editores y ediciones de la obra de María del Mar
Evangelina Villarreal

Guillermo Tovar de
Teresa, breve estudio
biobibliográfico

Rafael Barajas el Fisgón

Guillermo Tovar
de Teresa

Verónica Volkow

El aro de Urano:
Luis Cernuda

Enrique Héctor González

A 50 años de su muerte
Rodolfo Alonso

Luis Cernuda, la muerte
y el olvido

Ricardo Bada

Un retrato de
Miguel Nazar Haro

Marco Antonio Campos

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Poesía
Antonio Soria
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Juan Manuel Roca
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Francisco Torres Córdova
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El patio

La primera vez que vio de cerca la lluvia tenía cuatro o cinco años. Estaba sentado en el suelo entre las piernas de su madre, con la frente pegada al vidrio del ventanal que daba al patio. El agua caía con fuerza y retumbaba en la pequeña sala de la casa, azotaba las hojas de las plantas y hacía salpicar la tierra de las macetas alineadas al fondo del patio, a lo largo de la pared opuesta. Las gotas que escurrían por el vidrio dejaban un sendero de reflejos que atrapaba su mirada, pero luego volvía los ojos al bullicio de los charcos que se habían formado en sólo unos minutos. Protegido adentro por el abrazo de su madre, todo afuera de pronto estaba cerca,  alumbrado por la lluvia, recogido en ella. El agua golpeaba la pesada lona gris doblada sobre el viejo baúl de los trebejos y herramientas, pulía el rojo oscuro del triciclo olvidado en un rincón, desbordaba la pileta del lavadero de piedra lisa y reluciente de tantas manos, espumas y telas, y repicaba en la tina de estaño con sus dos asas orejonas colgada de una alcayata en la pared, la misma que sujetaba uno de los lazos ya muy deshilados del tendedero flojo y aterido. El aguacero hacía pausas breves y daba un respiro al temblor de los objetos que entonces parecían suspendidos y más grandes y pesados, apartados de su uso, ovillados en su nombre, a la deriva en un rumor de suaves vientos encontrados. Luego volvía con más fuerza y tronaba el cielo, el ventanal vibraba y él se estremecía asustado pero alegre, el pequeño corazón sobresaltado, los ojos grandes, abiertos a un asombro primitivo, igual a otro que vendría años después, frente al contorno de un cuerpo femenino revelado en una penumbra enamorada y sudorosa. Todo cerca, la intemperie violenta y sonora retozando sus sombras y luces en el patio, a un reflejo apenas de sus manos apoyadas en el vidrio, las yemas de sus dedos tocadas por el frío que venía de afuera a calentarse en el vaho de su aliento. Con el mundo a flor del aire y los aromas que la lluvia acuña para siempre en la memoria, la voz de su madre de vez en cuando dejaba en sus oídos una o dos palabras largas, suaves y tibias que rozaban como alas el silencio secreto y delicado de su infancia. De pronto, la puerta de la cocina que daba al patio se abrió y su hermano, dos años mayor, entonces mucho más alto y fuerte que él, en pantalones cortos, desnudo el torso y descalzo, salió corriendo y saltando sobre los charcos, haciendo muecas y ademanes de burla. Por un instante sorprendidos, él y su madre gritaron y luego se rieron envueltos de inmediato en el juego que desató la travesura. Su hermano los llamaba, sacaba la lengua, agitaba los brazos, se jalaba las orejas, sacudía el trasero y una y otra vez volvía jadeante y luminoso, pegaba la boca al ventanal y soplaba el vapor de su sonrisa chimuela y absoluta. Sólo unos minutos que así colmados se alargaron y se hicieron lentos y al final ya no se fueron, se quedaron resonantes en el patio, empapados en el tiempo. Así la lluvia encandilada y cerca. Así el hermano mayor que un día como hoy sería su cumpleaños.