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Tradiciones perennes
S

iempre resulta de interés leer a los viejos cronistas, que cuentan cómo se festejaban las fiestas en siglos pasados, y apreciar lo que permanece. El cronista Antonio García Cubas en su maravilloso Libro de mis Recuerdos hace una detallada descripción de las fiestas navideñas a mediados del siglo XIX.

Menciona que en los portales y frente a Palacio Nacional se colocaban decenas de puesteros que vendían grandes ramas de oloroso pino, lama, heno y flores (todavía no habíamos importado la costumbre sajona de los árboles de Navidad); abundaban los puestos de frutas, juguetes, dulces y figuras de barro o cera para los nacimientos. Los piñateros las llevaban ensartadas en bastones, que se entrecruzaban con los que llevaban los vendedores de faroles de alegre papel colorido.

Hasta antes de 1843 muchas de estas mercancías se ofrecían en el famoso Parián, que era un gran mercado ubicado en la explanada de la Plaza Mayor. En un célebre disturbio fue quemado y saqueado durante la presidencia de Guadalupe Victoria.

Las posadas solían celebrarse de manera muy semejante a como se hace en la actualidad; platica de los picos largos que era el nombre que se les daba a los socios industriales, en la organización de posadas. Se trataba de jóvenes entusiastas de pocos recursos, que se contrataban con las familias adineradas para ayudar en los elaborados preparativos y el desarrollo de la reunión, actuando como maestro de ceremonias; su pago: asistir y bailar con todas las jóvenes.

También tenían importancia las fiestas religiosas; la mayoría de la gente asistía a las misas de Aguinaldo que se celebraban por las mañanas durante el novenario y las de Gallo, a la medianoche del día 24. En los conventos hacían ceremonias con procesiones y cantos corales que concluían con el cántico de Calenda. Muy populares eran las pastorelas en los teatros y en algunas casas en las que actuaban miembros de la familia y sus amigos.

Estas prácticamente se habían perdido, hasta que hace 50 años Miguel e Irene Sabido y Jaime Saldívar, tuvieron la idea de revivirlas en Tepotzotlán. El sitio no podía ser mejor: un prodigioso convento que fundaron los jesuitas en 1580. La construcción se realizó a lo largo de dos siglos, por lo que se advierten distintos estilos arquitectónicos. Por ejemplo, la austera portada lateral del templo corresponde al siglo XVII y contrasta con la adornada fachada barroca principal que fue elaborada un siglo más tarde.

El interior del templo es una verdadera joya del barroco, al igual que la capilla de Nuestra Señora de Loreto y el Camarín de la Virgen; una fiesta de oros, arte y color. Conserva altares notables, extraordinarias pinturas, custodias de oro y demás adornos lujosos. Baste decir que el diseño de los retablos y las pinturas fueron realizados por dos de los artistas más destacados de la época: Miguel Cabrera e Higinio Chávez. En 1964 se estableció en las antiguas instalaciones conventuales el Museo del Virreinato. Permanece la huerta donde se pueden ver los restos de la fuente de Salto del Agua original (la que permanece en el Eje Central es una copia idéntica).

En una sección del soberbio edificio se estableció la Hostería del Convento, donde se llevan a cabo cada año las famosa Pastorelas de Tepotzotlán, que brindan una magnífica experiencia teatral, con actores y actuaciones de primer orden. Este año participan, entre otros, Ausencio Cruz, José Favila, Cecilia Toussaint y Roberto Sosa, quien dirige las pastorelas desde hace 30 años. Tiene el encanto adicional de propiciar la participación del público, entre otros, en el desarrollo de una tradicional posada junto con el elenco. Por supuesto, las piñatas son de barro, no de cartón con figuras de Walt Disney y semejantes.

Otro atractivo es la degustación de las viandas de la temporada: pambazos, pozole, tamales, buñuelos, champurrado, ponche y dulces tradicionales; de remate: las luces multicolores de los fuegos artificiales.