El gran teatro de la impunidad
en Chiapas

nuevas evidencias del genocidio y la guerra encubierta


Desplazados del ejido Puebla en Acteal, Chiapas, 2013.
Foto: Emily Pederson

Pedro Faro

La documentación realizada por el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas (Frayba) durante el periodo 1991-2000, deja patente que los gobiernos federal y estatal, implementaron la estrategia contrainsurgente en Chiapas, inminentemente militar. Ésta se modifica de acuerdo a la coyuntura, constituyéndose en una guerra integral de desgaste, fortalecida en los programas sociales para cooptar y desalentar los procesos de reivindicaciones sociales y eliminar a los grupos, comunidades y pueblos, en su mayoría indígenas, que obstaculizan la implementación del proyecto económico neoliberal.

En 1995, a un año de iniciado el levantamiento indígena de 1994, el presidente Ernesto Zedillo inaugura una nueva etapa en el conflicto armado. Mientras se establecían las bases para la negociación entre el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el gobierno federal, aprobándose la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas, el Ejército mexicano iniciaba una ofensiva contrainsurgente avalada por el presidente de la República.

Esta estrategia consistió en socavar el apoyo de la población civil al EZLN con el fin de debilitarlo para finalmente capturar a su comandancia. Dicha estrategia contaba con dos componentes: ocupar militarmente la zona de conflicto, rompiendo la zona gris que había sido establecida con el arbitrio de la Cruz Roja Internacional en las Cañadas de Ocosingo, y atacar a la población civil proclive al zapatismo, con acciones policiacas y paramilitares bajo el mando del Ejército mexicano y la Fuerza de Tarea Arcoiris, comandada por el general Mario Renán Castillo. Este plan fue develado en el documento “Plan de Campaña Chiapas 94” y se corrobora con una minuciosa comparación de lo ocurrido en la denominada zona de conflicto.

En dicho plan, la zona Altos (tsotsil) y la región Selva Norte (tseltal y ch’ol) fueron definidas en el teatro de operaciones del Ejército mexicano como la zona de expansión. La campaña militar privilegió la acción paramilitar con el fin de evitar la influencia expansiva del EZLN, cometiendo ataques sistemáticos contra la población civil, considerada por el Ejército federal como la “secretaría de masas de la guerrilla” y calculada en 200 mil personas.

Los grupos paramilitares, constituidos en su mayoría por campesinos indígenas que pertenecían al Partido Revolucionario Institucional (PRI), cometieron ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, amenazas, robos, quemas de casas y desplazamientos forzados. Se reunían previamente para planear los actos a ejecutar, seleccionando a sus víctimas (a las que,  como hemos dicho, se les vinculaba de algún modo con el EZLN); contaban con el apoyo de autoridades, municipales, estatales y federales, utilizaban armas de fuego de uso exclusivo del Ejército y uniformes del tipo de la Policía de Seguridad Pública; actuaban en conjunto y en complicidad con los grupos de dicha corporación policíaca; el Ejército mantenía un vínculo con ellos, ya que fueron entrenados por militares, y gozaban de impunidad, cobijados por el Estado.

Esta guerra irregular se incubó primero en la zona Norte de Chiapas, particularmente en los municipios de Yajalón, Tumbalá, Tila, Sabanilla y Salto de Agua, y se reprodujo más tarde en los Altos. En la zona Norte surge el grupo Desarrollo, Paz y Justicia, que actuó fuertemente entre 1995 y 1999 contra comunidades que se negaban a participar con ellos y opositoras al PRI y al gobierno, particularmente aquellas pertenecientes al Partido de la Revolución Democrática (PRD), a las cuales se vinculaba con los insurrectos. En esta región, Paz y Justicia desplazó a más de 3 mil 500 personas y cometió al menos 85 ejecuciones y 37 desapariciones forzadas.


Acceso al campamento de Las Abejas en Acteal, Chiapas, 2013.
Foto: Emily Pederson

El patrón de actuación de Paz y Justicia se reprodujo en los grupos paramilitares del pri creados en los Altos, particularmente en el municipio de Chenalhó entre 1996 y 1997, así como en el municipio El Bosque, donde un grupo se estableció en la comunidad Los Plátanos. En dicha región se generalizaron ejecuciones extrajudiciales, se dió el desplazamiento forzado de 6 mil 332 personas y ocurrió la masacre de Acteal en diciembre de 1997.

La estrategia de contrainsurgencia en Chiapas se profundiza en la acción militar y paramilitar, que tiene el objeto de aniquilar la disidencia social expresada en la simpatía de organizaciones o personas hacia el EZLN. El despliegue militar fue y es la expresión de la fuerza del Estado, y el campo de batalla, el territorio de los pueblos indígenas desde 1994, arguyendo que la presencia militar es para la seguridad de la población en la región de los Altos y Norte. Su objetivo es confrontar y  desacreditar la presencia del EZLN.

Después de 19 años del levantamiento en las montañas de Chiapas, todo parece cumplirse cabalmente, conforme a lo establecido en los manuales para el combate a la insurgencia, tal como lo han denunciado los pueblos y comunidades de la llamada zona gris. Los manuales de contrainsurgencia desarrollados por la Sedena, “Plan de Campaña Chiapas 94” y “Chiapas 2000”, se siguen aplicando en la zona de conflicto, donde se plantea continuar en la lógica de contrainsurgencia. En ese documento se establece “organizar secretamente a ciertos sectores de la población civil, entre otros, a ganaderos, pequeños propietarios e individuos caracterizados con un alto sentido patriótico, quienes serán empleados a órdenes en apoyo de nuestras operaciones”.

Las operaciones planificadas en los manuales continúan siendo la estrategia del gobierno para controlar e inhibir a los movimientos de resistencia. Se implementan programas sociales para la división comunitaria, inmovilizando a los pueblos mediante la ocupación militar y las acciones gubernamentales en complicidad con organizaciones sociales de la región, de corte paramilitar; grupos ligados al gobierno en turno para hacer el trabajo de confrontación comunitaria, con la finalidad de golpear a las comunidades en resistencia y a los pueblos que luchan y ejercen su autonomía. 

En estudios recientes se han publicado archivos desclasificados que corroboran lo sostenido por los testimonios de víctimas y sobrevivientes, así como organismos de derechos humanos que hemos denunciado las acciones de contrainsurgencia, en relación a la creación de grupos paramilitares en Chiapas. El 20 de agosto de 2009, Kate Doyle, directora del Proyecto México en el Archivo de Seguridad Nacional, organización no gubernamental con sede en la Universidad George Washington, dio a conocer documentos desclasificados de la Agencia de Inteligencia de la Defensa (DIA, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, en los que se describe el papel del Ejército  mexicano en el apoyo a los grupos paramilitares en Chiapas. Los cables secretos confirman los reportes sobre el apoyo militar a los grupos indígenas armados que llevaron a cabo ataques contra comunidades simpatizantes del EZLN de las zonas de conflicto.

Los documentos desclasificados, que fueron obtenidos a través de la Ley de Libertad de Información de Estados Unidos, indican que en un telegrama enviado a la sede de la dia en Washington el 4 de mayo de 1999, la Oficina del Agregado de Defensa de eua en México señala el “apoyo directo del Ejército mexicano a grupos armados en las áreas montañosas de Chiapas, donde tuvieron lugar las matanzas”.

El documento describe una red clandestina de “equipos humanos de inteligencia” (Humint), creados a mediados de 1994 con la aprobación del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, que trabajaban dentro de las comunidades indígenas para recabar información de inteligencia de los “simpatizantes” zapatistas. A fin de promover a los grupos armados anti-zapatistas, los equipos daban “entrenamiento y protección contra los arrestos por parte de las agencias del cumplimiento de la ley y unidades militares que patrullan la región”.

Las operaciones
planificadas
en los manuales
continúan siendo
la estrategia del
gobierno para
controlar e inhibir
a los movimientos de
resistencia

Se señala en los documentos desclasificados que los “equipos de inteligencia humana” estaban compuestos primordialmente por oficiales jóvenes con rango de capitán segundo y primero, al igual que por algunos sargentos selectos que hablaban los “dialectos” de la región. Los equipos Humint estaban compuestos por entre tres y cuatro personas, a quienes se asignaba cubrir comunidades selectas por un periodo de tres a cuatro meses. Después, los oficiales pertenecientes a los equipos eran rotados a una comunidad diferente en Chiapas. La preocupación por la seguridad de los equipos era la razón más importante para la rotación.

La contrainsurgencia social

Otra forma efectiva de la estrategia contrainsurgente de los gobiernos federal y estatal se basa en el uso del erario público para la cooptación y generación de dependencia a los programas sociales, proyectos  productivos, salud y educación, implementados intensivamente en la zona de control territorial zapatista. 

La guerra en Chiapas ha tenido cuatro etapas. La primera, en enero de 1994: doce días de confrontación directa del EZLN contra las Fuerzas Armadas de México. La segunda etapa se da entre 1995 y 1999, y se caracteriza por la creación e implementación de grupos paramilitares en las zonas Norte, Selva y Altos, bajo la cobertura de los gobiernos federal, estatal y municipal, con acciones de los tres poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial). Ello ocasiona grandes costos a la población civil, con violaciones a los derechos humanos, ya que se cometieron crímenes de lesa humanidad: desplazamiento de más de 12 mil personas, ejecuciones extrajudiciales, asesinatos, desapariciones forzadas, torturas, violaciones sexuales, agresiones físicas, hostigamientos y otros. Las Fuerzas Armadas se desplegaron en el territorio de Chiapas e instalaron el teatro de operaciones de guerra con la táctica del Yunque y el Martillo aplicada en la Selva, la zona bajo mayor control territorial del EZLN, y la táctica de la Presión de Tijera para los Altos, bajo la misma consigna de detener cualquier posible expansión de los zapatistas.

La tercera etapa se caracteriza como guerra integral de desgaste, a través del disfraz retórico de “respeto” del gobierno. Consiste en confrontar a comunidades por medio de los programas sociales del Estado. Su aplicación se convierte en estrategia contrainsurgente a través de la cooptación de dirigentes sociales y la instrumentalización de las organizaciones de las que son parte, reduciéndolos a gestores de proyectos de gobierno para las comunidades, por intereses partidarios y prebendas políticas.

En la última etapa ubicamos la Guerra de Cuarta Generación o lo que los zapatistas han llamado “la cuarta guerra mundial”, una guerra psicosocial donde se emplean todos los medios del Estado para ocultar las problemáticas reales del país. Es la guerra velada en un sentido; y en otro abierta, contra el “enemigo interno”. Conforma un frente común intergubernamental para presuntamente combatir a grupos delincuenciales (como el narcotráfico, permitido y fomentado por funcionarios del gobierno mexicano desde los años ochenta y que se han enraizado en las estructuras del Estado).

La estrategia es combinar todas las problemáticas aparentes y reales con las expresiones de inconformidad y resistencia social, para destruirlas y tener un pueblo sometido a los intereses de la élite de los poderes fácticos, políticos y económicos. Su fin es de crear las condiciones para la implementación de un Estado policiaco-militar. Pretende servir para contener a los excluidos y mantenerlos a raya en un contexto nacional y mundial que se propone una guerra contra la humanidad, contra la población civil, desde el centro y la periferia del sistema.

El gobierno se ha constituido en “gran defensor de los derechos humanos”, utilizado como marca de calidad, como un logo que vendieran al público en general y principalmente a los Estados nacionales. Aprovecha a los organismos intergubernamentales, como la onu y oea, para aliarse con la finalidad de generar proyectos de “desarrollo”, que en Chiapas se convierten en programas de contrainsurgencia, tal como lo ha hecho el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD) en la zona Norte, según denunció la Junta de Buen Gobierno zapatista de La Garrucha.

El discurso de los derechos humanos es actualmente una plataforma de los gobiernos federal y estatal. El de Chiapas, para pregonarse como vanguardia, recluta a antiguos defensores de derechos humanos que le sirven como operadores políticos o “apaga fuegos”. Su sentido no es la búsqueda de la justicia y sus componente de verdad, reparación, no repetición y sanción, sino que su consigna es el olvido. Sigue la lógica de “administrar” los problemas al estilo de los gobiernos caciquiles que nunca se han ido.

Los conflictos sociales en las comunidades y pueblos son, en su mayoría, violaciones a los derechos fundamentales que cometen los gobiernos con el afán de implementar sus proyectos, que a su vez se enmarcan en el estímulo a las inversiones transnacionales, nacionales y locales, siguiendo intereses a los que se han comprometido para el avance de la política neoliberal. Estas políticas dejan en completa impunidad los crímenes de lesa humanidad ya cometidos, tratando de tergiversar los hechos de horror derivados de la acción represiva de su estrategia de contrainsurgencia en Chiapas.

Pedro Faro es integrante del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, en San Cristóbal de las Casas.