Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 8 de diciembre de 2013 Num: 979

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos fines de semana
en Austin City Limits

Saúl Toledo Ramos

La restauración agónica:
el primer año de EPN

Gustavo Ogarrio

La taquería
revolucionaria

Juan Villoro

Luis Villoro:
nueve décadas y más

Isabel Cabrera

Los búhos de papá
Carmen Villoro

Los Bronces de Obregón
Leandro Arellano

Encuentro
Dimitris Doúkaris

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
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Felipe Garrido
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La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
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Cabezalcubo
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Verónica Murguía

Grendel y la Navidad

Siempre le he tenido simpatía al villano del poema Beowulf. Es un monstruo horrendo: se llama Grendel, despedaza caballeros y los devora. Esa no es la parte que me cae bien. Ante las manos horrorosas de este descendiente de Caín –¿no es delicioso que ésa sea la genealogía que le atribuyó el anónimo poeta que lo creó?–, armadas con uñas ganchudas y afiladas, se abren todas las puertas. Genial.

Grendel detesta las fiestas: los corros de hombres se emborrachan alegremente. Cuando hay música, bebida y guerreros vomitando en las esquinas del salón, se enoja y se come a todos, bien crudos. Eso, su antipatía por la pachanga, es lo que me fascina. Quizás porque me identifico con él, sobre todo, en Navidad.

En mi revuelta memoria, ese desván donde se amontonan y mezclan las imágenes más dispares, hay una que atesoro. Es una película corta clase B que proyecto en mi cabeza cada diciembre cuando paso por la esquina de Félix Cuevas e Insurgentes. Entonces me imagino que estamos juntos Grendel y yo, haciendo corajes frente al escaparate cursi y ostentoso de Los Almacenes de Moda.

Paseamos juntos, caminando por la acera. Los compradores, con los brazos llenos de bolsas de plástico (rosas o amarillas, ya sabe), se hacen a un lado. Voy rodeada de un halo verde (emanaciones de bilis destilada). Traigo el pelo erizado y centelleante gracias a un tubo entero de gel con glitter y mi abrigo negro, que es un poco gótico. Grendel, mi aliado decembrino, parece un jabalí parado de 1.95 metros de altura y 150 kilos de peso. Quien lo ve se baja de la banqueta.

Grendel, fastidiado por la alegría impostada y melcochosa, destruye algunos adornos de El puerto de no se dónde. También rompe las ventanas de El palacio de cierto material, y descompone las puertas de todas esas tiendas que el lector conoce y que lo acechan, esperando a que pase para arrebatarle el aguinaldo y darle a cambio cosas que no necesita.

Yo convenzo a Grendel, quien por cierto no sabe qué es el dinero, de que no destruya el Árbol Gigante o el Tren de Santa. Gruñe en respuesta y yo le acaricio el brazo hirsuto, temible. Al pasar junto al lote de pinos canadienses destinados a la venta para árboles de Navidad, Grendel me suelta la mano, escoge uno y orina el tronco. El señor que los vende sale corriendo y una señora que presume su bolsa Coach, sus zapatos Ferragamo y uñas largas como las de Grendel pero adornadas con pedrería, se da de narices con la puerta de su inmensa camioneta. Esa fantasía pueril vuelve cada año, junto con mi bufanda, y me da un consuelo infinito.

Aquí, ya en plena confesión y de la mano de Grendel, quiero manifestar mi desacuerdo con la forma en la que el director Robert Zemeckis lo retrató en aquel churro de 2007, Beowulf. En primer lugar, porque de la historia apenas quedó un chorrito. Todos, sin excepción, parecen tontos, comenzando por el director, quien le dijo a los periodistas “que a él no le gustaba el poema”. Seguro por eso Grendel anda por allí brincando de un lado a otro como un conejo tapándose los oídos, que porque le duelen con la música y Beowulf se trepa, inexplicablemente desnudo, en los pilares del salón.

Otra figura irrisoria en la película es la madre de Grendel, un miscast si los hay. Es Angelina Jolie quien va cubierta de escamas y calzada con tacones de aguja por las cuevas donde tiene escondida la espada mágica.

¡Cómo me hubiera gustado que J. R. R. Tolkien, cuyo genio era muy ácido, hubiera comentado la película! En su ensayo The Monsters and the Critics, Tolkien pulveriza a los críticos que consideraban ingenuo el poema o que se limitaban a verlo como un texto cuyo valor dependía de su antigüedad (es, quizá, del siglo VIII).

A quien tuerza la boca pensando que a quién, además de ese Tolkien con sus magos y sus hobbits, le puede importar un poema medieval con un monstruo y un dragón, le recuerdo que el recientemente fallecido poeta y Premio Nobel, Seamus Heaney, escribió una versión de Beowulf en 2000, misma que le valió el Whitbread.

Vuelvo a mi fantasía: Grendel y yo compartimos sin palabras la sensación de que no estamos invitados a esas fiestas protagonizadas por familias sonrientes y vestidas con suéteres decorados con renos, que beben y se abrazan y se dan regalos. Tampoco creemos en el espíritu navideño del gobierno, de las tiendas o de quien se ha bebido cien vasos de ponche.

Grendel y yo somos unos amargados.