Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 8 de diciembre de 2013 Num: 979

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos fines de semana
en Austin City Limits

Saúl Toledo Ramos

La restauración agónica:
el primer año de EPN

Gustavo Ogarrio

La taquería
revolucionaria

Juan Villoro

Luis Villoro:
nueve décadas y más

Isabel Cabrera

Los búhos de papá
Carmen Villoro

Los Bronces de Obregón
Leandro Arellano

Encuentro
Dimitris Doúkaris

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Poesía
César Cano Basaldúa
La Otra Escena
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Bemol Sostenido
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Las Rayas de la Cebra
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Cabezalcubo
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La Casa Sosegada
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La Jornada Semanal

 

Los Bronces de Obregón

Mercurio y Argos, Felipe Sojo

Leandro Arellano

Un modo de ver la ciudad es desde las alturas, cuando planea la aeronave que nos ha de posar en tierra. La panorámica permite contemplar la plenitud exuberante del valle que los antiguos mexicanos adoptaron como residencia. No son demasiadas las metrópolis que rivalicen con esta belleza natural. Dotada del clima apacible que posee, la convierte en un espacio casi paradisiaco.

Mas apenas se ponen los pies en tierra la cosa es diferente, el espejismo de las alturas se torna ambiguo. Cualquiera advierte que se ha impuesto la huella de la mano del hombre, aflora una como muestra de la contienda entre sucesivas generaciones por afear sus espacios, calles, parques y avenidas. Son cada vez menos las vías hermosas en el DF, extraviadas entre el efluvio del concreto, del sitio impuesto por los rebaños motorizados y de la basura que la agobia a cada milímetro.

Con ecuménica sabiduría, fray Luis de León escribió que en las ciudades unas cosas son de contento y otras de pesadumbre y enojo. Persiste, así, un puñado de sitios que lucha por preservar visos luminosos de civilidad en medio del caos y el deterioro, pequeños rincones y zonas que conservan el aliento e iluminan la ciudad. A pesar del derrumbe y la barbarie, un heroísmo difuso, vago, mantiene su vitalidad en lucha con la cosmetología urbana que la va arrastrando a mutaciones irreversibles.

La Colonia Roma es uno de los contados espacios que perseveran contra viento y marea. Cumple un siglo de vida por estos años y sabemos que emergió como un deseo de la sociedad porfiriana por embellecer y modernizar una ciudad que crecía sin contención. Sucesivos acarreos de modas europeas se dieron cita en lo que fuera la Romita, un potrero no alejado del centro de la ciudad.

Empresarios, arquitectos e ingenieros acuden entonces al desarrollo de este que es, todavía, uno de los espacios menos deshumanizados de la capital, una de las colonias con mayor carácter y tradición. La fracciona Walter Orrín, un empresario inglés, con calles asfaltadas y avenidas anchas y arboladas.

Varias voces han contado las virtudes y la historia de este espacio capitalino, destacadamente Edgar Tavares López (Colonia Roma, Clío, México 1988). En literatura ha sido especialmente afortunada, y para Sergio Pitol y José Emilio Pacheco ha sido un tema recurrente. Como pocos rumbos de la ciudad, es una colonia en donde aún la vida se puede realizar civilizadamente, es decir, a pie. Caminar a la tortillería, la panadería, al mercado, al trabajo –si se alcanza esa fortuna–, la farmacia, la iglesia, la escuela y ambular por sus aceras y parques espléndidos.

Es un barrio al que caracterizan varios estilos en arquitectura, bien que predominan el ecléctico, el art nouveau y el esperpento. De los dos primeros hallamos construcciones en varias partes. Basta echarse a andar, dar un paseo al amanecer o a la hora del crespúsculo por ciertas calles o plazas, como la Plaza Río de Janeiro, la Plaza Luis Cabrera, las calles de Orizaba, Colima, Tabasco, Chihuahua, Guanajuato, Tonalá o Córdoba –por citar unas cuantas–, para admirar esos estilos y comprobar que el hábitat incide en nuestra vida cotidiana.

Del muestrario esperpéntico identificamos algunas ejemplos: el edificio que constituye el Hospital Álvaro Obregón, en la esquina de la avenida Álvaro Obregón y Jalapa; otro más, vecino suyo, a unos cien metros al poniente, en la misma acera. Un tercero es la llamada Torre Córdoba, en la esquina de Córdoba y Puebla; así como el edificio del Arzobispado, que no canta mal las rancheras, en la esquina de Córdoba y Durango. Lamentablemente la especulación inmobiliaria impone cada vez más su avidez: un número creciente de construcciones de estilo son derrumbadas para construir edificios de departamentos sin mayor gracia.

Preside la colonia la avenida Alvaro Obregón, uno de los pocos bulevares que se salvó de la mano inclemente de la Regencia de los desastrosos ejes viales. Tiene en su recorrido un ancho camellón arbolado en los costados, con esculturas de la mitología griega y romana en el medio. Por la época de la construcción de los ejes viales, la calle Benjamín Franklin, en la Colonia Condesa, era un camellón de un lujo boscoso y un pulmón del área; hoy no es más que una peregrinación imparable de motores.

Wikipedia señala que el diseño de la avenida Álvaro Obregón es de corte francés de la época, el de un bulevar con un camellón central flanqueado por una doble hilera de árboles, como sobrevive en la actualidad. Conserva su trazo original –pese a terremotos, tempestades y administraciones de distintos colores. Acoge gran cantidad de edificios de valor histórico, así como galerías, centros culturales (Casa Lam, Casa del Poeta) y arquitectónicos (Edificio Balmori) y se puebla cada vez más de centros y actividades culturales, antros y restaurantes, afortunadamente.

A Azorín, acaso el mayor observador del paisaje en España, no le hubiese disgustado transitar por este camellón. A quien le encantaba era a Leonora Carrington. De mañanita en la penumbra, sobre el paseo adoquinado, hasta hace pocos años veíamos aparecer su figura esbelta y decidida. La reconocimos desde la primera vez. La penumbra multiplicada por el follaje no impedía reconocer su aire resuelto y su belleza reposada. Hay en la hora matinal una viveza y una transparencia que no hay en las demás horas del día. Leonora, igual que nosotros, salía a caminar antes del agobio del tráfago urbano y, como era habitual hasta hace una generación, pronto intercambiamos saludos.

La cultura puede crecer con el desarrollo material. En 1976, el arquitecto Joaquín Álvarez Ordóñez, entonces director general de Obras Públicas del Departamento del Distrito Federal, resolvió colocar doce fuentes de cantera y sobre ellas doce esculturas –lo informan varias fuentes, bien que en mi conteo suman trece– a lo largo del camellón: réplicas de Miguel Ángel o la Venus de Milo, obras de Felipe Valero o Gabriel Guerra, entre otras.

Y para confirmar el dicho de Fray Luis, a las puertas del Hospital Álvaro Obregón, sobre la acera, en bizantino contraste con el camellón, a alguien se le ocurrió plantar otro bronce con la efigie de Cantinflas.