Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 8 de diciembre de 2013 Num: 979

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos fines de semana
en Austin City Limits

Saúl Toledo Ramos

La restauración agónica:
el primer año de EPN

Gustavo Ogarrio

La taquería
revolucionaria

Juan Villoro

Luis Villoro:
nueve décadas y más

Isabel Cabrera

Los búhos de papá
Carmen Villoro

Los Bronces de Obregón
Leandro Arellano

Encuentro
Dimitris Doúkaris

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Poesía
César Cano Basaldúa
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
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La Casa Sosegada
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Cinexcusas
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Luis Villoro:
nueve décadas y más
Luis Villoro:
nueve décadas y más
Isabel Cabrera
Foto: José Antonio López/ archivo La Jornada

Recuerdo una de las primeras clases que me dio Luis Villoro en la UAM-Iztapalapa. Hablaba de Descartes, analizaba con pasión el argumento del genio maligno y la salida cartesiana. Viene a mi mente el énfasis que ponía en la necesidad de salir de la duda sistemática: “¡La filosofía no puede caer en el escepticismo, tiene que aventurarse más allá de la duda y buscar un fundamento!”, exclamaba moviéndose hacia nosotros, después se detenía y levantaba los brazos para luego dejarlos caer, como derrotados, sobre los bolsillos del pantalón. Nosotros, que apenas éramos unos ocho alumnos, lo mirábamos alucinados: el célebre doctor Villoro se desgañitaba y sudaba pensando en cosas altamente sesudas frente a nosotros, como si estuviera frente a un gran auditorio.


En la presentación del libro La significación del silencio Foto: Héctor Jesús Hernández/ La Jornada Jalisco

Después recuerdo sus clases sobre el Tractatus, un curso maravilloso que duró varios trimestres donde analizamos casi aforismo por aforismo (aunque saltamos algunos enredadamente lógicos). El primer Wittgenstein le fascinaba, y siempre prefirió el Tractatus a las Investigaciones, un libro más sistemático, ordenado y también ambicioso; se sentía atraído, especialmente, por la salida final hacia una suerte de mística atea, desligada de las rancias instituciones religiosas. Por aquel entonces –a finales de los años setenta–, Villoro ya poco hablaba de Husserl, estaba escribiendo Creer, saber, conocer, y era su época más analítica. Además, dirigía una División de la recién creada UAM-I y era obvio que no le gustaba la gestión, realmente la padecía, traspapelaba documentos, se hacía bolas, y todo ello lo ponía de un humor de perros. Él prefería pensar, dar clases, escribir, defender las ideas y causas que consideraba justas… y gozar de la vida.

Durante los años en que fue mi maestro nunca me dio clase de filosofía de la religión pero muchas, muchísimas veces, he discutido con él sobre el tema. Como lo ha dicho en algunas entrevistas, Luis Villoro se dedicó a la filosofía porque quería encontrar una respuesta al problema del sentido de la vida. Así que era un tema recurrente para él, y aprovechaba que yo me dedicaba a la filosofía de la religión para exponer y defender sus reflexiones al respecto. Pensaba –como lo ha dicho en algunos de sus escritos– que confiar en que el mundo y la vida humana tienen un sentido trascendente es una opción racional, por la que vale la pena argumentar; así que muchas veces le escuché, unas más entusiasta y convencido, otras más prudente y balbuceante, hablar de lo sagrado como de aquello que podía dar un sentido a la vida, un sentido general, capaz de sacarnos de la azarosa contingencia y apaciguar nuestra angustia interna.

Cuando era embajador de la UNESCO me instalé sin ninguna vergüenza un par de meses en su casa de París. Algunas tardes paseábamos juntos o íbamos al teatro y a cenar, y descubrí una ciudad que parecía estar detrás de la que yo había visitado antes. Villoro se movía con gran soltura con la gente, con la lengua, incluso con el horrible tráfico parisino. Yo le contaba mi vida y mis preocupaciones filosóficas y él parecía entenderlo todo, mis elecciones, mis apuestas, mis miedos, y siempre destilaba –como destilaba también mi madre, su hermana– un profundo amor por la vida, incluso entusiasmo por vivir. Porque Luis Villoro no sólo sabe gozar de las mieles del pensamiento, también sabe hacer bromas y reír, y todos quienes le conocen saben que tiene un lado infantil que, frente al exceso de solemnidad, busca siempre lo liviano y tierno.


Foto: Carla Haselbarth

Después hemos sido colegas en la UNAM y he sido –como muchos– testigo de cómo ha ido interesándose cada vez más por las causas sociales. Villoro siempre ha sido un hombre de izquierda y desde joven ha apoyado abiertamente las causas que le han parecido justas, pero nunca lo he visto más comprometido que con la causa zapatista. Hace pocos años coincidimos en territorio zapatista, y como él ya tenía más de ochenta años, Fernanda Navarro y yo estábamos preocupadas cuando lo veíamos caminar, o más bien patinar, por los lodazales de la zona del EZLN, yendo hacia la siguiente presentación. Escuchaba con atención y trataba de no tener ningún protagonismo. El gran académico estaba convencido de que tenía mucho que aprender de los zapatistas. Unos años después de ese viaje, fuimos a cenar y, hablando de aquella estancia, me recriminó con un golpe de puño en la mesa: “¡Pero yo no entiendo, Isabel, por qué no te dedicas a la filosofía tojolabal!” Todavía este septiembre lo acompañé al examen de doctorado del último alumno cuya tesis ha dirigido: Miguel Hernández, un profesor chiapaneco que investiga sobre filosofía maya. Villoro estaba orgulloso de su alumno, pero no dejó de discutir ideas hasta el último momento. Era emocionante verlo, a sus noventa años.

Yo no sé, Villoro, si después de todo ese recorrido intelectual y vital, tan tuyo, la tan anhelada sensación de pertenecer a “un todo con sentido” se haya vuelto finalmente permanente. Te veo bastante en paz, pero sé que seguirías indagando al respecto por muchos más años, tal vez ahora en el budismo o en las cosmovisiones indígenas, qué sé yo; contigo siempre hay ideas en las que vale la pena profundizar, y causas por las que vale la pena luchar…

Respecto a ese sentido absoluto de la vida, que tanto te ha preocupado, creo que hay cosas valiosas que pueden ir construyéndose a base de gestos y acciones cotidianos; además del dios de las grandes hierofanías, tal vez exista un dios más tímido, el de las pequeñas cosas, así que sólo puedo decirte que, para mí, desde este criterio más humilde, tu vida rebosa valor y sentido. ¡Qué suerte tenerte como maestro y como amigo! ¡Qué suerte haber pasado todos esos ratos contigo! ¡Muchas felicidades, tío Luis!