Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 1 de diciembre de 2013 Num: 978

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La poética de
Juan Gelman

Juan Manuel Roca

Festival Internacional
de Teatro Puebla
Héctor Azar

Miguel Ángel Quemain

Las calles, los teatros
Miguel A. Quemain

Puebla, de tradición
teatral novohispana

Miguel A. Quemain entrevista
con Moisés Rosas

Manuel Acuña,
poeta mayor

Marco Antonio Campos

Ibargüengoitia y
el Día del Libro

Ricardo Guzmán Wolffer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Jorge Moch
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Nihil obstat

En abril de 2014, según anunció quien funge hoy como jefe del Estado Vaticano, el argentino Jorge Mario Bergoglio, la Iglesia que dirige se propone inscribir en el santoral católico, tal que sujetos de hálito sobrenatural, a dos predecesores suyos: el italiano Angelo Giuseppe Roncalli, conocido (decirle “conocido” es hacer un generoso favor a su gris memoria, porque es cierto que, como tantas cosas en el catolicismo, la mayoría de quienes se dicen creyentes difícilmente tienen vaga idea de quién fue) entre la feligresía con el nom de guerre de Juan XXIII, y el polaco Karol Wojtyla, él sí bien conocido en México por sus viajes a nuestro país y porque fue durante su pontificado en el sexenio del nefasto Carlos Salinas de Gortari que se reanudaron relaciones diplomáticas entre El Vaticano y México, revitalizando viejas, extraterritoriales tutelas. Wojtyla impulsó maniobras geopolíticas en América Latina que involucraron activamente a nuestro país: allí la tenacidad con que persiguió la Teología de la Liberación o cualquier expresión, vinculada a Roma o no, de cariz socialista, llevando a sus propios párrocos católicos, sobre todo en el sureste, al borde del cisma.

Las televisoras, propiedad de católicos recalcitrantes, se encargan de una intensa campaña de proselitismo religioso, pero sobre todo despojado de cualquier matiz crítico a las tales confecciones de semidioses de esa mitología absurda –en que se supone que hay un solo dios, pero se admiten otras deidades menores a las que se les niega, al mismo tiempo que se reafirman, contradictoria hasta los fundacionales tuétanos, sobrenaturales preponderancias– que es la religión católica hoy. Visto desde cierto pragmatismo ateo, a mí qué me importa que los católicos quieran santificar a cualquiera, pero el problema es que me importa porque soy ciudadano con derechos, al menos en la muerta letra de las leyes, y porque las tales santificaciones tienen implicaciones que por impúdicas deberían interesarnos a todos. En el caso, bastante menos grave pero grave de todos modos de Roncalli, siempre será cuestionable su floja actitud ante los excesos y las tropelías cometidos por su antecesor, el también italiano Eugenio Pacelli, que la feligresía conoció como Pío XII y fue uno de los más oscuros personajes del cristianismo contemporáneo, ligado a delitos de cuello blanco y peor: al régimen fascista que llevó a la ruina a Italia y aun con vínculos muy mal disimulados con el nacionalsocialismo de Adolfo Hitler. Poco o nada hizo Roncalli, a la muerte de Pacelli, para esclarecer tantos rincones siniestros. Por indolencia o convencimiento, el caso es que sirvió de tapadera.


Papas Juan XXIII y Juan Pablo II

Pero es la de Wojtyla la postulación que choca a muchos como quien esto escribe. Fue durante su papado, adornado de viajes y frases ingeniosas con que ganar el ingenuo corazón de muchos creyentes, cuando se cometieron algunas de las peores atrocidades en materia de abusos sexuales a niñas y niños: Karol Wojtyla y su posterior sucesor, el renunciante Joseph Ratzinger, ocultaron y buscaron disimular las multiplicadas acusaciones que empezaron a brotar en varios países contra clérigos pederastas. Se hicieron cómplices. Son conocidos casos como el del arzobispado irlandés o la arquidiócesis de Massachusetts, pero ninguno tan infamante como el del cura mexicano Marcial Maciel, quien por dirigir una financieramente exitosa franquicia católica –los tristemente célebres Legionarios de Cristo– y sobre todo por su cercanía personal a Wojtyla, gozó de una descarada protección, tanto él como varios de sus secuaces depredadores sexuales, a pesar de las reiteradas acusaciones y pruebas que se fueron haciendo públicas con los años. Acá en México, el arzobispo Norberto Rivera protegió y ocultó al cura pederasta Alberto Aguilar, quien a pesar de hacerse hecho público su paradero en Puebla, siguió tan tranquilo. Como tan tranquilos siguen varios de los secuaces de Maciel, por contubernio con funcionarios timoratos, hipócritas y cobardes, pero que seguramente rezan mucho y en breve encomendarán sus ruegos al santo Wojtyla… porque hoy la Iglesia debe necesitar santos para recuperar fieles. Y a pesar del negro historial de un omiso protector de los vínculos de El Vaticano con el nazismo o de las pruebas que demuestran que un pontífice fue padrino de la más deleznable escoria que supone un violador de niños con sotana, arriman sus espectros a los altares. Y no quiero ni pensar de qué van a decir luego que son patronos esos dos de infeliz memoria.