Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 10 de noviembre de 2013 Num: 975

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bachofen o la
mitología paradójica

Mauricio Beuchot

A la memoria de
David Gris

Juan Gabriel Puga

Nicanor: de cantera
de cantores

Enrique Héctor González

El ajusticiamiento
de Taurino López

Agustín Escobar Ledesma

Jorge Carrión y
la revista Política

Marta Quesada

Las ilusiones perdidas:
Fellini 20 años después

Carlos Bonfil

Coordenadas de
una amistad escrita

Cristian Jara

Dos poemas
Spiros Katsimis

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

La charamusca temporal

Yo no sé si es a causa de la edad, el calentamiento global, la marea de información o si estoy equivocada, pero mientras más sumo tiempo, mientras más envejezco, voy percibiendo el transcurrir de la vida de forma distinta. Me parece que los años pasan cada vez más rápido.

El invierno se confunde con la primavera –y hasta con el verano, porque ha llovido con bochorno en plena época navideña–, las fiestas patrias con el día de muertos y el cumpleaños con el aniversario de bodas. Por cierto, las fiestas patrias se deberían llamar fiestas huerfánidas, pero eso es otro tema que algún día trataré con la debida seriedad.

Vuelvo a la aprehensión del tiempo: recuerdo con claridad cómo de niños dos meses de vacaciones nos parecían temporada tan larga, que solía culminar con el impulso irrefrenable de volver a la escuela, aunque estuviéramos conscientes de que el regreso a clases significaba hacer tareas y andar toda la mañana con los ojos pegados por una mezcla de sueño y lagañas. Dos meses. Poquísimo.  A los adultos, en cambio, nos sorprende la celeridad inexorable con la que avanzamos hacia la nada. Y la sociedad de consumo no ayuda, la verdad.

En septiembre vi en el supermercado, junto a una charola atestada de donas patrióticas glaseadas con azúcar verde, blanca y roja, el primer pan de muerto del año. Irradiaba un vago tufo a manteca vegetal y era un espécimen muy deficiente, pues los huesitos estaban todos malhechos y el azúcar estaba húmeda. Pero era un pan de muerto, coronado con una rótula y todo.

“Mercachifles”, refunfuñé para mis adentros. “Es todavía muy prematuro. Pero en México a todo el mundo se le antoja el pan de muerto en el mes que sea. Qué barbaridad.” Y me fui al mercado, segura de que en un lugar tan típico sí se respetaría el calendario.

Me llevé una decepción: en el área de comida, al lado de los vasos llenos de pepitas de granada y nuez pelada de Castilla  para hacer chiles en nogada, ya había dos o tres charolas con pan de muerto. Afuera, en los vistosos expendios de disfraces, al lado de los trajes de mariachi, charrito, soldadera,  paliacates con patillas incluidas para hacerle de Morelos y pelucas con calvas para representar a Hidalgo, vi algunos vampiros y calacas. Se me fue el alma a los pies.

Ni digo de la profusión de adornos de Navidad que hoy mismo infesta democráticamente al supermercado y al tianguis. El otro día fui a comprar un ramo de cempasúchil, cuatro hojas de papel picado, un platito de arroz con huevo, otro con mole, una cerveza y un pan (de plástico), así como calaquitas de azúcar, pero como me hubiera tenido que abrir paso entre las cajas de esferas y las series de foquitos, me rajé.

Ya está aquí la insípida música de fondo armada con villancicos cascabeleros y Muzak de canciones religiosas contemporáneas que nos aturdirá hasta enero; las risas falsas de Santa Claus; los renos, las luces y ay, la cursilería más melcochosa de todas, la que además ofende por contradictoria y traidora, pues no tiene nada que ver con el niño en el pesebre.

Pero qué quieren: vivimos en la tiranía del futuro. Ay del que no sepa lo que estará de moda mañana; que no posea lo último, lo más reciente. No participa, está fuera.

En el número de Vogue del mes pasado hay un anuncio de zapatos Kenneth Cole que reza: “El futuro está a punto de irse.” Y si no fuera porque me da pereza y porque he jurado jamás escribir a Vogue, me dan ganas de contestar: ¿Cómo que se va? ¡Si todavía no llega!

Debemos, así, gastar lo que todavía no ganamos en lo que está por aparecer o no participaremos, no estaremos presentes. ¿Dónde? Nadie sabe, porque no hay forma de ir al futuro, que además no es un lugar. Pero algo sí es claro. Debemos ser modernos, estar híper comunicados, ser capaces de hacer diez cosas inútiles al mismo tiempo y correr, siempre jóvenes, tras lo nuevo. Un poco confuso, pero ese es el mensaje. No lo creo posible.

Lo que sí hay forma de hacer es dilapidar el presente e ignorar el pasado, hasta el personal, yendo tras el espejismo del mañana y consiguiendo “lo último”.

Me resisto, me opongo. Me importa un pepino el prestigio de lo nuevo y media cáscara podrida la maravilla que aún no aparece. Mi afición por el pasado le da sentido a lo que veo, se interpone entre la novedad y mi ánimo, me da espacio para reflexionar. Mi lema es todos a la retaguardia. Allá voy, sin prisas.

De todas formas, el mañana llegará demasiado pronto.