Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 3 de noviembre de 2013 Num: 974

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Las cartas españolas
de Freud

Ricardo Bada

La maleza de
los fantasmas

Ignacio Padilla

En los mapas
de la lengua

Juan Manuel Roca

Expedición cinegética
Luis Bernardo Pérez

Giselle: amor,
locura y exilio

Andrea Tirado

Vinicius bajo el
signo de la pasión

Rodolfo Alonso

Dos poemas
Vinicius de Moraes

Meret Oppenheim,
la musa rebelde

Esther Andradi

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Columnas:
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Las cartas españolas de Freud

Ricardo Bada

Un día descubrí que había almas benéficas dedicadas a editar las cartas de los grandes espíritus. Desde ese momento, mi adicción al género epistolar fue incondicional y me acompaña hasta la fecha. Cuando alguien me pregunta por mis libros preferidos, le muestro el más nutrido estante de mi biblioteca: los volúmenes de correspondencia. Alguna vez contó Cioran cómo le resultaba insoportable cualquier novela de Flaubert y, sin embargo, seguía releyendo apasionado sus cartas. ¿Y quién que haya leído el intercambio epistolar entre Lawrence Durrell y Henry Miller no se ha sentido casi más fascinado (en mi caso sin casi) que por El cuarteto de Alejandría o Trópico de Cáncer?

Pues bien, en ese estante de mi biblioteca figura también el volumen que contiene las cartas de juventud de Freud a su amigo Eduard Silberstein... en español.

La existencia de estos ochenta y un documentos era conocida desde los años sesenta y se consideraba poco menos que una sensación; el doctor Freud, tan convencido –o sólo convincente– a la hora de evaluar la psique en la niñez y la juventud, había tenido el escrupuloso cuidado de no dejar un rastro epistolar (exceptuando las cartas a su prometida) de sus sin duda alguna interesantísimos Lehrjahre (Hundejahre, años de perro más que de aprendizaje, como veremos luego), sus años de formación humana e intelectual, si decir semejante cosa no constituye un pleonasmo.

Por suerte para todos nosotros, epistolómanos o no, Silberstein salvó para la posteridad los ochenta y un documentos –cartas y postales– que publicó el sello S. Fischer en una edición cuidadísima y primorosa, a cargo de Walter Boehlich. ¿Y quién fue Eduard Silberstein? Con toda seguridad, el amigo de juventud de Sigmund Freud; ése que es el primero en conquistar la ruda fortaleza del corazón de un joven y planta en ella para siempre su bandera. Un judío rumano, siete meses menor que Freud, y a quien éste dirige la primera de las misivas que se han conservado, en fecha tan temprana como el 12/VII/1871, cuando el futuro autor de La interpretación de los sueños sólo cuenta quince años recién cumplidos. Y no es una carta sino una postal. Freud escribe el texto en latín y se despide en español: “Quedo su atento servidor, Sigmund Freud.”


Los jóvenes Freud y Silberstein

Que Freud entendía nuestro idioma es algo que sabemos desde que tuvimos en nuestras manos el primer volumen de sus obras completas, publicadas por Biblioteca Nueva. Allí aparece la carta que le remitiera a su traductor, Luis López–Ballesteros y de Torres: “Siendo yo un estudiante, el deseo de leer el inmortal Don Quijote en el original cervantino me llevó a aprender, sin maestros, la bella lengua castellana.” Que Freud, además, se valiera del idioma de Cervantes para comunicarse con otros, también estaba documentado entre nosotros desde 1972, gracias a El apasionante mundo del libro, las memorias de su editor español, José Ruiz–Castillo Basala:

Resulta bien extraordinario que desde muy joven Freud aprendiera el castellano para leer el Quijote, pero no resulta menos interesante que además de por ese considerable empeño, Freud adolescente aprendiera nuestro idioma para utilizarlo en sustitución de cualquier código secreto al escribirse con su amigo también adolescente Silberstein. Entre ambos fundaron una juvenil microsociedad de dos en compañía, que titularon la “Academia española”, en la que adoptaron como seudónimos para su epistolario secreto los nombres de los protagonistas cervantinos en El coloquio de los perros; Cipión es Freud, y Berganza, Silberstein.

Apostillaré que al menos una vez, en la postal del 19/I/1872, Freud cambia de disfraz con Silberstein, pero en lugar de firmar “Berganza” firma “Braganza”. Un error... ¿freudiano?

Como es lógico, el volumen del que les hablo incluye los textos españoles de Freud, en una transcripción íntegra y respetuosa. La formidable tarea editorial llevada a cabo por Walter Boehlich consistió, entre otras muchas cosas, en haber agregado la traducción al alemán de dichos textos, aplicando un método sherlockholmesiano para la interpretación de pasajes que a nosotros mismos, aun teniendo el español como lengua materna, nos resultan impenetrables.

Valga como ejemplo la carta fechada el 2/X/1875, donde Freud dice: “Se sirvia mi padre de un ruso, para convidar a una vista tu hermano.” Es decir, que el padre de Freud se valió de un ruso para invitar al hermano de Silberstein a una excursión. Pero ¿de dónde sale ese ruso? Boehlich aventura la hipótesis, creo que acertada, de que Freud castellaniza las palabras francesas la ruse (el ardid), porque es lo bastante perezoso como para no recurrir al diccionario.

Al mismo tiempo, Boehlich descifra casi todas las abreviaturas, que en ocasiones llegan al jeroglífico, por ejemplo, cuando Freud se despide diciendo: “Dein Cipion, p.e.e.h.d.S.M.d.l.A.E.”, lo que no significa otra cosa sino: “Tu Cipion, perro en el Hospital de Sevilla, Miembro de la Academia Española.” Siendo así, como señala Boehlich en su puntualísimo epílogo, que Cipión y Berganza son perros en el Hospital de la Resurrección... de Valladolid. O sea, que Freud sólo leyó un fragmento del Coloquio, en alguna antología donde únicamente figuraba el pasaje con las aventuras hispalenses de Berganza.

Freud y Silberstein llegaron al extremo de hacerse confeccionar un sello para lacrar las cartas, con las iniciales de su “microsociedad de dos en compañía”. Pero el tiro les salió por la culata, las iniciales están al revés, EA y no AE. Aunque esto es, nada más, lo que suponemos hoy nosotros, descreídos contemporáneos, lacrados (de lacra, no de lacre) por la fe ciega en lo que llamamos el error freudiano. Porque ¿y si Freud y Silberstein no se hubiesen equivocado?

¿Y si EA significase eso, “ea”, interjección que tantas veces se encuentra en el Quijote? Recordemos: “¡Ea, sus! ¡Salgan mis caballeros, cuantos en mi corte están, a recebir a la flor de la caballería, que allí viene!” (I, 21), o bien: “¡Ea, pues, a la mano de Dios!, dijo Sancho, yo consiento en mi mala ventura” (II, 35).