Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 13 de octubre de 2013 Num: 971

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Lichtenberg: sobre
héroes y estatuas

Ricardo Bada

La palabra, el dandi
y la mosca

Edgar Aguilar entrevista
con Raúl Hernández Viveros

Antonio Gamoneda: sentimentalidad oscura
José Ángel Leyva

El caso de la mujer azul
Guillermo Samperio

El rival
Eugenio Aguirre

Tecnología y consumo:
el futuro enfermo

Sergio Gómez Montero

Cárcel y libertad
en Brasil

Ingrid Suckaer

Máscara
Klítos Kyrou

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
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Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

El bello y las bestias

La fealdad versus la belleza. Es un asunto tan viejo como la humanidad, tan manoseado como el amor, la muerte, la libertad. Y como éstos, es un asunto planetariamente incomprendido y, aunque ubicuo, velado.

Somos nuestro cuerpo. Hasta el más religioso entre nosotros, quien crea en la vida ultraterrena, tiene que reconocer que su cuerpo lo conforma. Que nuestro cuerpo no sólo es habitación, pues espíritu y materia se influyen mutuamente. Somos este frágil y poderoso armazón erguido gracias a un haz de carne y piel. Esto somos, complejo y efímero. Y quizás por nuestra naturaleza perecedera, sobrellevamos, a pesar de todo lo que conocemos acerca de nuestra naturaleza, la superstición de la belleza.

No seré yo quien arroje la primera piedra. Como la mayoría, cada defecto nuevo que me descubro en el espejo y que se suma a mi lista, me llena de banal melancolía. Pero sé que el aspecto no tiene la importancia que le damos, que vivimos bajo su tiranía porque la libertad es un ejercicio fatigoso.

La belleza es un marcador biológico: la tersura de la piel, el brillo de los ojos, la armonía del cuerpo señalan salud, posibilidades de engendrar, fuerza. Pero ahora sabemos que bajo el aspecto hirsuto de la Bestia puede latir una inteligencia más luminosa que las facciones de la Bella.

Es un secreto a voces: la Belleza no es garantía más que de sí misma: no avala el corazón. Por eso la historia de la Bella y la Bestia tiene esa fuerza, porque vive y se mueve entre nosotros. Y a pesar de su vigencia, generalmente desoímos esta verdad.

Todo está en favor de ese prejuicio. En muchas facetas de la vida, en las relaciones entre hombres y mujeres, en el roce cotidiano con desconocidos, en las formas más antiguas del arte, en la propaganda burda o el patio de la escuela primaria, se celebra la belleza física, aunque a veces esta celebración no sea más que ratificar el insolente triunfo de lo azaroso sobre la voluntad de obrar bien o pensar en libertad. No es un fenómeno inocuo. Está presente en ciertas aristas del racismo, en las limitaciones en nuestra idea del amor sexual y la insatisfacción crónica de medio mundo.

Por todo esto, el libro que quiero comentar me dejó hecha polvo. Es un libro para niños: La lección de Augusto, escrito por R. J. Palacio. Este relato cuenta las peripecias de un niño de diez años que padece el síndrome de Treacher Collins, una enfermedad que deforma los huesos de la cara. La narración, articulada de forma ingeniosa en secciones narradas en primera persona por los personajes infantiles y adolescentes que rodean al protagonista, nos guía por un ámbito donde no tiene cabida el discurso razonado de los adultos.

Augusto, apodado Augie, es un caso extremoso del síndrome. Cuando comienza la narración lleva veintisiete cirugías y no ha ido nunca a la escuela. De entrada escuchamos su voz: “Me siento normal. Por dentro. Pero sé que los niños normales no provocan que otros niños normales se echen a correr dando de gritos en el parque […] Si encontrara una lámpara mágica y me concediera un deseo, desearía tener una cara normal, en la que nadie se fijara.” A pesar de todo, Augie, en la burbuja de su entorno, es feliz. Palacio le ha dado a su personaje un sentido del humor y una franqueza sin autocompasión que lo hacen entrañable. “No te diré cómo me veo, por cierto. Quién sabe qué es lo que te imaginas, pero seguramente estoy peor.”

Pero llega el momento de ir a la primaria, a quinto año. Augie no quiere ir. Le da miedo. Y sus padres, quienes preparan el terreno lo mejor que pueden, también temen.

Al principio, le va en feria. Sólo una niña es indiferente a su fealdad. Los demás o le rehúyen o se burlan. Inventan un juego: la peste. Si lo tocas o rozas un objeto suyo, te da. Le ponen apodos. Pero los peores son los padres del niño más cruel: la madre elimina a Augie de la foto de grupo con Photoshop y busca la forma de que sea expulsado de la escuela, alegando que es un niño con necesidades especiales. Y no es: el síndrome sólo afecta ciertos huesos faciales. Augie es autónomo y tampoco tiene problemas cognitivos.

Al final, casi todos los niños aprenden a aceptarlo. Sin cursilerías, Augie triunfa. No se vuelve guapo, ni le cae novia del cielo. Pero puede rasgar el velo de su fealdad, revelar quién es. Semejante triunfo no es poca cosa. A eso deberíamos aspirar: a ver y mostrar lo que somos debajo de la apariencia.