Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 6 de octubre de 2013 Num: 970

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Sándor Márai
y la justicia

Ricardo Guzmán Wolffer

Antonio Cisneros
cronista

Marco Antonio Campos

Todos presos
o presuntos

Fabrizio Lorusso

Retrato de Rafael
Sánchez Ferlosio

José María Espinasa

Maravillas de
la antimateria

Norma Ávila Jiménez

María Izquierdo,
pasión y melancolía

Germaine Gómez Haro

La poesía salvaje
de María Izquierdo

Argelia Castillo

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Germaine Gómez Haro
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Paso a Retirarme
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Cabezalcubo
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Jornada de Poesía
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La Jornada Semanal

 

Crápula o el otro golem

José Ángel Leyva


Crápula,
Evodio Escalante,
La Otra-iced,
México, 2013.

Ante el más reciente libro de poemas de Evodio Escalante, Crápula, emerge curiosa la pregunta: ¿libro de crítico o de poeta? La obra también nos pone ante la disyuntiva de Harold Bloom: ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Y esto nos conduce de la mano al conflicto entre un discurso que busca seducir y otro que se propone generar la crisis.

Crápula, por principio, es un libro de poemas. Nada tendría de singular, salvo su propia sustancia poética, si éste no hubiese sido escrito por un crítico, y más tratándose de Evodio que, por cierto, tiene una trayectoria de poeta con libros como Un demonial de días (1975), Dominación de Nefertiti (1977), Todo signo es contrario (1988), que reuniría diez años más tarde en Relámpago a la izquierda (1998), publicado por Juan Pablos. La andadura lírica de Evodio ha sido muy pausada, a la vez que perseverante en su clara intención de hacerse visible.

Ya desde el título, la obra se nos ofrece con una carga de significados de rudeza y cinismo, de exceso y embriaguez. El conjunto de poemas no responde a cabalidad ni de manera explícita a dicho concepto, menos aún a la ebriedad. Pero hay una fuerte intención satírica, una descarga denostadora e increpadora, incluso procaz en varios de sus textos que llegan a incomodar a las buenas conciencias. Sin duda, el libro de Evodio es poéticamente incorrecto de cabo a rabo si se piensa en la perspectiva de un concurso de poesía, de ésos en que se suelen aplicar patrones de evaluación. Podría afirmarse entonces que es un poemario sin unidad temática, carente de un lenguaje de riesgos o de audacias formales, sin pretensiones de colocarse como paradigma del discurso, pero con la solvencia de quien tiene oficio y esgrime la ambigüedad como virtud filosa o elabora dosis de irreverencia y de antídotos al mismo tiempo.

Libro conformado por libros que dialogan entre sí; como los dedos de una mano que difieren entre ellos, pero se juntan para constituirse en puño. Evodio da lugar a homenajes claros: Sor Juana, López Velarde, su padre, Octavio Paz, Ezra Pound, Yeats, cummings. De manera simultánea figuran nombres de poetas a quienes lanza ponzoñosos dardos, o personajes anónimos en quienes uno puede imaginar posibles destinatarios de sus burlas u ofensas. En ese sentido, el poeta-crítico asume la tradición epigramática y de la diatriba para caricaturizar, desmontar de sus falsos pedestales a los arrogantes y sobrevaluados creadores. Un guiño a los goliardos, a Salvador Novo, Marcial, Catulo, Quevedo, por su disposición a la injuria, la blasfemia, el recochineo.

Si bien Crápula inicia con un hermoso poema de amor y desamor: “Sobre la piedra blanca” y lo suceden otros de la misma estirpe, pronto abre el camino a “El otro Golem”, donde la muerte y el amor, la admiración, se entreveran con la desfachatez y la insolencia de versos expuestos ya en el poema que da título al libro: “He visitado los más turbios hoteles/ Y he ido a la cama con hombres, con mujeres,/ con perros, con gallinas/ Y hasta quizás con niños.” Algo puede uno emparentar con los tonos zoofílicos y obscenos del colombiano Raúl Gómez Jattin. El delirio amoroso se precipita en pulsos de ira y degradación: “Puta gloriosa, así te llaman todos/ porque levantas vergas percudidas/ y bastan cuatro o cinco sacudidas/ para que hagas felices a los beodos.”

Evodio echa mano de diversos recursos y formas, desde el soneto hasta el verso libre, para sublimar a sus figuras admiradas o para hundir a las que desprecia. El soneto es quizás el preferido para rendir tributo a sus referentes nacionales, como es el caso de Sor Juana, que encarna la supremacía femenina de la inteligencia, y ante la cual abandona marcas de misoginia exhibidas en algunos de sus versos: “Del cielo intelectual./ Todo lo hiciera/ Con arrebato y genio/ La fulgurante estrella,/ Mas prefirió guardarse en un convento.”

Tras una prolongada sequía, Crápula viene a redescubrir al Evodio poeta que, como Bloom, elige de manera transitoria al fingidor que finge fingir (Pessoa) y se deja llevar por la corriente de un discurso donde lo emocional y lo subjetivo, lo mítico y lo íntimo, aspiran a trascender la teoría. No obstante, el crítico parece asomar las narices en los resquicios de este libro que pone contra la pared las poéticas de ciertos poetas en quienes descree.


El efecto salter

Cuauhtémoc Arista


La última noche,
James Salter,
Salamandra,
España, 2013.

La prosa de James Salter no es eco impreso del habla ni escritura radical, sino un murmullo comparable al de uno de sus personajes, cuya conciencia está dolorosamente separada de su cuerpo y quien se mira existir desde una identidad alterna, impenetrable, de la que un lector sólo puede conocer un estado anímico recién transcurrido: ahí donde estuvo.

Ese flujo narrativo se aferra al armazón afectivo del lector, que se asombra con el funcionamiento preciso del mecanismo llamado cuento, pero no se libra de su impacto hasta que comienza a ampliarse su efecto: un persistente dolor que pregunta dónde están sus causas.

Sólo empieza a prevenirse dicho lector cuando reconoce los mismos síntomas en el siguiente relato y asociado a otro personaje trastocado por una imagen, una brisa nocturna o una relación incierta que lo hace caer en una trama destructiva, tan implicada en su piel que para librarse de ella tiene que sacrificar su integridad o cualquier expectativa de plenitud. Entonces llega el efecto Salter.

A partir de este reconocimiento, con que los lectores enviciados arruinamos los placeres de la lectura, lo divertido es tratar de soltar el libro con el pretexto de que se volvió previsible. No se puede.

Cierto es que en el autor se muestra sospechosamente experto en provocar ese efecto cuentístico (lo que evitó sabiamente en libros posteriores, como Anochecer) al meter a personajes comunes en situaciones atípicas –desequilibrando sus pretensiones inocentes con uno o dos motivos perversos– y empujarlos en un declive de acontecimientos que los lleva a un mundo extraño, donde no son el centro y quedan inmersos en sentimientos que aún no tienen nombre.

Quizá el lector conozca bien a estos personajes gringos, algo temerosos de entregarse a sus sentimientos o, al menos, de admitirlos, distanciados del presente como si fuera una especie de recuerdo poco manipulable que los demás también pueden ver en momentos estremecedores. Pero no puede darse a Salter por leído así nomás. El ímpetu épico que se espera de quien relata “el sueño colectivo”, en estos cuentos se ahoga en el murmullo íntimo del narrador, la conciencia alienada que los personajes instilan uno en otro, y por supuesto en el lector.

Para más, Salter es un artista de las insidiosas fuentes de la melancolía contemporánea y, una vez que las utilizó, deja esparcidos los envases etiquetados: el jazz, Jacques Brel, Stendhal, e.e. cummings, Rilke. También echa mano de las fuentes de la melancolía estadunidense: las casas ajenas o de los primeros matrimonios, los perros viejos, las joyas de familia y la penosa excavación de la memoria en los rostros ancianos en busca de la juventud que nunca fue.

Pese a su afinada técnica, La última noche no es, como se dice en un cintillo propagandístico, un “libro perfecto de relatos”; tampoco un libro de relatos perfectos. No es la perfección el material de la prosa ni de relato alguno; es el desequilibrio, el momento de ruptura que astilla la burbuja dizque objetiva del lector, lo que mueve a seguir vidas imaginarias que ya no serán ajenas.


El texto más importante del siglo xx

Javier Galindo Ulloa


Freud: A cien años de Tótem y tabú (1913-2013),
Néstor a. Braunstein, Betty b. Fuks
y Carina Basualdo (coordinadores),
Siglo XXI Editores,
México, 2013.

La obra de Sigmund Freud es una caja de sorpresas. Parece que todo está dicho después de haber escrito La interpretación de los sueños (1900); que su teoría ha sido ya superada por otros especialistas y criticada por intelectuales del género. Pero ocurre que existía un material aún desconocido y poco valorado, puesto que hay una obra que plantea otras pistas sobre el pensamiento mítico de la cultura del siglo XX, pero aún vigente en nuestros días. Me refiero a Tótem y tabú, escrita entre 1911 y 1912, aunque publicada en 1913.

Los psicoanalistas argentinos Néstor a. Braunstein, Betty B. Fuks y la brasileña Carina Basualto, con el interés de conmemorar el centenario de su aparición, han estudiado este texto mítico y han armado un libro donde rescatan la correspondencia que se escribió antes y después de la publicación de Tótem y tabú y su introducción (no incluido aún en las Obras completas, de Freud, e inédito hasta ahora en español). En él presentan diversas colaboraciones de doce especialistas procedentes de Brasil, México, Estados Unidos y Francia.

El prólogo del libro conmemorativo abre con un epígrafe de Thomas Mann, el cual explica por qué considera que Tótem y tabú es la obra más atrevida e innovadora de Freud: “Se trata, sin duda, desde un punto de vista puramente artístico, del mejor de los trabajos de Freud: por su construcción y por su forma literaria es una obra señera de la ensayística alemana que se emparienta y se incluye entre sus realizaciones más logradas.”

Los tres coordinadores recurren a diversas interpretaciones que han precedido a esta obra del psicoanalista vienés con el fin de valorarla con justicia y abordan el mito del asesinato del padre como un síntoma que define la cultura de nuestra era, “la escena que funda la vida social”. Tótem y tabú es un libro fundamental, una de las más importantes creaciones del siglo XX. Para los autores, este ensayo inaugura “lo que era entonces impensable: un mismo espacio, un espacio común, para aprehender la psicología individual y la psicología colectiva”.

Como un pensador que se adelantó a los estudios más modernos sobre la función de los mitos en la cultura como relatos de una creación en un contexto presente, Freud reconoció el mito del asesinato del padre como una narración de profundo valor social e individual, cuya “función consistía en expresar una verdad sobre los orígenes” y la estructura del espíritu humano.

Basta señalar algunas palabras del psicoanalista vienés sobre tal leyenda del parricidio que instaura la cultura: “Un día los hijos expulsados de la horda por el padre que gozaba de todas las mujeres, regresaron, lo mataron y devoraron el cadáver, poniendo fin a la existencia de aquella arbitraria figura de poder.”

Aunque sea un tema desagradable, este mito sirve como “una herramienta poderosa y precisa para la inteligencia del psiquismo y del orden social: el pasado remoto alcanzará al futuro del sujeto individual y, en su conjunto, a la cultura”.

Desde este punto de vista, los tres coordinadores presentan en su libro (que se publica simultáneamente en español, portugués y francés) la correspondencia de Freud; enseguida, los once estudios que abordan los temas del padre primitivo y digitalizado, el mito de la horda parricida, la vigencia de Tótem y tabú después de Auschwitz y en la era de las catástrofes. Los textos de Anne Dufourmantelle y Paola Mieli han sido traducidos al español por Adolfo Castañón; el de Jaques Nassif, por Néstor A. Braunstein, y el de Betty Bernardo Fuks y Caterina Koltai, por Sonia Radaelli.

Vale la pena revisar este libro para acercarnos a una de las obras menos conocidas de Freud, pero indispensable para comprender la cultura del siglo XXI desde la perspectiva del pasado. La historia de nuestra era no se entendería sin el origen de los mitos fundacionales.


Derruido derrida

Enrique Héctor González


El libro de las ideas,
Ana Franco Ortuño,
Ediciones Sin Nombre,
México, 2012.

La poesía es traslado, transporte, traducción. Crea un mundo en cada texto para refrendarlo como verdadero, dentro de los límites –claro está– que atañen al lenguaje. Cada poema es una construcción, un edificio en la ciudad del libro al que pertenece. Y la materia central, tanto de esa polis como de los medios para moverse en ella (poesía es traslado), es la metáfora, tradicionalmente hablando el tropo característico del género. Ahora bien, todo libro de poemas que se respete debe ser, en algún grado y si aspira a ser significativo, un tanto irrespetuoso con la tradición literaria, pues a la poesía, como a los padres, cuando mejor se los ama es cuando se los niega o combate o abandona. Y entonces boicotear la metáfora es dejarla ser otra cosa; detonar el lenguaje es resucitarlo. Pocos poetas lo consiguen hoy en día y aún menos lo intentan, dado el cálido confort de los prestigios preestablecidos y los privilegios al uso –y la escasa imaginación y la renuncia del lector medio al género y el miedo que da reconstruirse. (¿Y si salta de la lectura un monstruo aún peor? Eso es seguro.)

Pero ya que la poesía ha cambiado tanto en el último siglo (como lo pueden comprobar quienes no se acercan a ella y sólo la miran de reojo), digamos, de las vanguardias a la fecha, conviene saber que regresarla a su lugar es un acto sabio y saludable. Es lo que hace El libro de las ideas: una desestructuración del discurso poético, una zancadilla a su predictibilidad, para poder volver a llamar a las cosas por su nombre. Si uno ve cuadritos, pictogramas, llamadas a páginas web entre sus brevísimos versos, haría mal en creer que está frente a una poeta “desconstruida”: de lo que se trata es de re-pensar la relación del poema con el lector, de desarticular los prejuicios sintácticos, las manipulaciones semánticas, la tórrida retórica que nos impide acceder a un indicio, siquiera un asomo de lo que era la palabra antes de perder pie en el basural de la hipercomunicación. Al mismo tiempo, y derruido Derrida –porque ninguna filosofía puede permanecer si lo que la ampara centralmente es el desconcierto ante la espiral de interminables significaciones y posibilidades del discurso–, toca a la verdadera poesía volver a jugar los dados: un nuevo turno para Mallarmé.

Con sobriedad y sosiego, sin desmesura ni exhibicionismos histriónicos, la escritura de Ana Franco repele las formas establecidas, los usos aviesos del viejo verso castellano, sabiendo que “el poema como aparato invocador tiene su propia memoria (y la mía)”; es decir, que al final toda ruptura es tradición y de nada sirve embalarse en un afán de destrucción siempre demasiado construido, constreñido, aunque no por ello resignado a significar lo mismo: un poema se encargará siempre de devolvernos al principio, al “poema en desorden”, como lo anaforiza en su libro Ana Franco, que no intenta devastar ni maquillar nada sino retratar, en toda la plenitud de su saturada naturaleza de bastión verbal, lo que le toca decir.

La poesía de Ana Franco, desde su peculiar cadencia sincopada, favorece una permanente mudanza de signos, danza muda de voces que no pocas veces dan con el interruptor que enciende y sonoriza los mundos que inventa.