Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 22 de septiembre de 2013 Num: 968

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Intimidad
Raymond Carver

En una plaza de Tánger
Marco Antonio Campos

La otra mitad
de Placencia

Samuel Gómez Luna

Los rostros del
padre Placencia

Alfredo R. Placencia
a la luz de la poesía

Jorge Souza Jauffred

El indio y los Parra
Vilma Fuentes

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
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Luis Tovar


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El Indio
y los Parra

Vilma Fuentes

Ilustración de Juan Puga

Juan Luis Buñuel tuvo la magnífica y delirante idea de traer a Emilio el Indio Fernández a París. El pretexto: otorgarle un premio más.

Llegué hacia mediodía al hotel, en el barrio XVI, donde hospedaron al Indio. El pretexto: entrevistarlo. Quería, sobre todo, verlo, escucharlo, saber de él. Tuve una larga oportunidad, pues nuestro encuentro duró seis días y buenas partes de sus noches. Mi llegada, muy pronto me di cuenta por qué, fue un alivio no sólo para Juan Luis.

Sentado a una mesa del restaurante del hotel, frente a los ventanales, el Indio no gritaba: aullaba. Los otros clientes huían despavoridos. El conserje gesticulaba su horror, sus excusas, su incomprensión. Para mí, los motivos de su furia fueron de inmediato comprensibles. Tenía al menos tres: le habían quitado su pistola en la aduana de México, con la promesa –incumplida– de entregársela al llegar a París. La mujer, invitada al viaje, tuvo el extraño deseo de visitar esta ciudad y salir con los tubos en la cabeza, adorno que el Indio consideró un lesa majestad personal, pues “esta vieja pen.. me ridiculiza”. Y, el colmo, se negaban a servirle otra botella de vino, cuando apenas había vaciado tres. Puse remedio al menos a esta última causa de su enojo. Tuve la suerte de escuchar, durante los días que siguieron, la voz, a la vez masculina y suave, ronca y queda, de un seductor que nada puede envidiar a Don Juan.

El Indio fue uno de los rarísimos alcohólicos que no padecía amnesia durante ni después de sus borracheras. Recordaba con exactitud cada palabra dicha o escuchada por él. Podía describir a las personas que veía con la precisión de una imagen filmada: rostro, vestimenta, gestos, pasos. Por eso me reí cuando me dijo que no se acordaba muy bien a cuántos, seis o siete, había ayudado a pasar al otro mundo. Si me atreví a preguntarle a cuántas personas mató, fue porque, para hacerme clara su explicación, mimó la manera correcta de jalar el gatillo. “Cuando filmo, los hago echar la cabeza y el pecho hacia atrás, con el brazo armado bien extendido. En realidad, cuando disparas, tienes que agacharte hacia adelante y doblar tu brazo, si no quieres perder el equilibrio con la fuerza de la descarga y, peor, visar mal al c… y dejarlo nomás estropeado. En el cine, el público quiere ver la cara del actor y el pistolón para creerse que de veras está muerto el difuntito. No como el pen… de Aguilar, que se compró un pueblo abandonado para filmar un incendio. Le costó una fortuna el chiste. Y digo chiste porque da risa: ¿no incendió el pueblo bien real, nada de celuloide, para filmarlo de lejos, a medio kilómetro o más? Para eso, te compras unas cintas de un incendio cualquiera. Hay un mercado de imágenes usadas cientos de veces. O te construyes una maqueta en cartón, la enciendes con un cerillo y la filmas sin gastar cien pesos. Si yo tengo un pueblo abandonado, le saco provecho, quemo casa por casa, meto gente, la filmo de cerquita, cada chamuscado retorciéndose de dolor…”

Sería una novela narrar los días pasados con el Indio: el premio en el café de Flore, sus mentadas de madre a Margarita López Portillo cuando lo enteraron del incendio de la Cineteca de México, todo frente a las cámaras de televisión. O la cena con Mercedes Iturbe y Ugné Karvélis donde les dijo: “con estas dos mulas me hago una yunta”, y hacerlas pasar de la furia al placer agregando: “grandotas las dos, igualitas a María y a Dolores”.

Una tarde me propuso enviar juntos unas tarjetas postales. Había encontrado una de Jean Renoir, Ah, La Règle du Jeu, La Grande Illusion, ésas eran películas, ¿a quién se la mandamos que aprecie? Dijimos al mismo tiempo, él: a Manuel Parra, yo: a Carmen Parra. Sobra contar desconcierto y explicaciones: Manuel era el compañero de parranda del Indio; yo, la escribana de Carmen, su modelo. Para nada edificante, simple modelo que posa en movimiento perpetuo. Pero, cosa inaudita, eran padre e hija, hija y padre. Nos contamos las piedras de casas diseñadas por él, las pinturas aéreas de ella. El  peso, la ligereza. Lo visible, lo invisible. Lo real, lo imaginario. El muro de roca, las alas de ángel.

Escribimos nuestros mensajes en las tarjetas. Quedé de enviarlas. Las metí en mi bolsa como si ésta fuera un buzón. Las olvidó, tal vez a causa de la hilera de botellas de grandes crudos, el vino, no los bebedores, vacías: era la forma de contarlas del mesero. El Indio murió cuatro años después y ya era inútil enviarlas: ¿cómo enviar tarjetas postales de una persona muerta a una mayoría de personas también muertas? Las guardé.

Nunca volví a ver, sin pensar en su creador, la joya arquitectónica de la cerrada de Galeana, regalo de su padre a Carmen Parra cuando regresó de París sólo con su hijo. Casa restaurada sobre los restos, pedazos de construcciones coloniales, a las cuales incrustaba sus encuentros inusitados, collage surrealista: un trozo de pirámide, una cabeza de un demonio azteca, una reja de convento colonial, un escalón, para hacer caer a cualquiera, venido de alguna ruina prehispánica. La anterior habitante de esa casa fue una célebre golfa. Tal vez por ello, al cruzar su umbral, sentía pisar al mismo tiempo el edén y la cantina, envuelta por tranquilidad y embriaguez.

Carmen me contó cómo, gracias a mis pláticas con el Indio, su padre vino a ver su pintura, interesado en ella por vez primera. Su compañero de parranda le reprochaba haberle escondido la existencia de su hija, o al menos de la artista. El juicio del Indio tenía más valor para Manuel Parra que el de los expertos de arte.

Manuel heredó a su hija la pintura de una madona sensual que posa desnuda de perfil. Carmen se pregunta por qué. En efecto, ¿qué quiso decirle su padre con este regalo tan material a ella, pintora de ángeles y aves? Después de todo, Manuel Parra, quien hubiese podido decir con Gide: Familles, je vous hais, la educó con la sequedad de un padre con un hijo a quien se prepara a ser un militar: héroe y parrandero. Por eso, quizás, Carmen pinta el vuelo de ángeles y águilas.