Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 22 de septiembre de 2013 Num: 968

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Intimidad
Raymond Carver

En una plaza de Tánger
Marco Antonio Campos

La otra mitad
de Placencia

Samuel Gómez Luna

Los rostros del
padre Placencia

Alfredo R. Placencia
a la luz de la poesía

Jorge Souza Jauffred

El indio y los Parra
Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Orlando Ortiz

Los olvidados

En estos tan tormentosos y agitados días, la atención de políticos y gente normal parece estar centrada en las cuestiones petroleras, fiscales, educativas y político-electorales. Eso está bien, nadie lo podría negar; sin embargo, ¿quién se acuerda de la situación del campo y los campesinos? Ya no somos una sociedad rural, como argumentan algunos, ya somos una sociedad urbana que le anda rascando las patas al primermundismo, de ahí que focalizar las cuestiones rurales sea algo primitivo, decimonónico, porque ya en el Congreso de Chilpancingo, el 14 de febrero de 1813, Morelos pedía la moderación de la opulencia y la supresión de la pobreza, y en sus “Medidas políticas que deben de tomar los  jefes de los ejércitos americanos”, el Siervo de la Nación demandaba fraccionar las grandes haciendas. Con el movimiento revolucionario de 1910 se sentaron las bases para que la Constitución del ‘17 dispusiera el reparto de los latifundios. Casi de inmediato se iniciaron los sabotajes.  Debieron pasar muchos años para que el reparto se ejecutara, y muy pocos para que Salinas de Gortari le diera la puntilla al proyecto agrario de la Revolución. A doscientos años de distancia del Congreso de Chilpancingo, puede decirse que ya se repartieron las haciendas, pero el problema persiste. No ha podido resolverse, tal vez por ello se ha preferido ignorarlo.

En cambio, hay a quienes les preocupa sobremanera que importemos gas, gasolina y otros derivados del petróleo, y se olvidan por completo de que también son exageradas las cantidades de productos agrícolas que adquirimos en el extranjero.

Se afirma que resulta absurdo al extremo que compremos gas a los estadunidenses cuando en nuestro subsuelo abunda ese energético. En la misma línea de razonamiento, ¿no es irracional que adquiramos en otros países maíz, frijol y otros productos básicos para nuestra alimentación, cuando podríamos estar produciéndolos en nuestro país? Se habla de la urgente necesidad de realizar las reformas mencionadas; unos dicen que debe ser para allá y otros que debe ser para acá.

Pongamos sólo una de las mentadas reformas en la balanza. Los partidarios de la reforma energética con cambios a la Constitución argumentan que si no las realizamos ahora abriendo las puertas a la inversión privada, seguiríamos desperdiciando el gas y será imposible adquirir la tecnología para, por ejemplo, explotar los pozos profundos de la plataforma marítima. La contraparte replica que las reformas constitucionales equivalen a entregarle nuestro petróleo a los capitalistas, apellídense extranjeros o mexicanos (porque los capitalistas, según se dice, carecen de patria). Los primeros olvidan al campo en su proyecto, y lo curioso es que también los otros. Los primeros pueden alegar que con el dinero que se obtenga del petróleo podremos comprar todo el maíz que haga falta; y los otros, que lo importante es que la riqueza petrolera seguirá siendo nuestra. A los primeros les preguntaría: ¿y cuando se acabe el petróleo o se reduzca la demanda, cómo se adquirirán los alimentos? La interrogación para los otros sería: ¿no es el trabajo agregado lo que le da valor a todo? El petróleo está en el subsuelo, pero no se podrá usar para beneficiar a la sociedad mexicana si no se extrae y se transforma.

Lo dramático es que en ambos proyectos olvidan , insisto, que los mexicanos necesitan alimentarse (pues tenemos la mala costumbre de comer tres veces al día, aunque, por desgracia, algunos muchos lo hagan sólo una o dos veces), y que la producción de alimentos se realiza en el campo, y que el problema del campo ya no es el reparto de latifundios ni el parvifundismo cuya producción sólo da para el autoconsumo. En la actualidad es el campo el que está reclamando urgentemente una reforma integral. Ni el petróleo, como caldito, ni los dólares como ensalada, nos alimentarán eternamente. ¿Surgirá alguien que agarre el toro por los cuernos y se percate de que el problema del campo es urgente y también encabronadamente complejo? Porque es obvio que nuestra clase política sólo quiere ver lo políticamente y electoralmente redituable.

En pocas palabras, los actuales proyectos de reforma me recuerdan que cuando el pueblo francés sublevado se acercaba a Versalle s, María Antonieta preguntó a alguno de sus consejeros la causa de la insurrección, y el aludido respondió: es que el pueblo tiene hambre y no hay pan. La inteligente reina respondió: pues que coman pastelillos.