Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 15 de septiembre de 2013 Num: 967

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Herman Koch:
dosificar el conflicto

Jorge Gudiño

Federico Álvarez:
Una vida. Infancia
y juventud

Adolfo Castañón

A la sombra de
la hechicera

Juan Manuel Roca

Tres poetas

Belisario Domínguez:
política con dignidad

Bernardo Bátiz V.

Una topada de
huapango arribeño

Guillermo Velázquez, el León de
Xichú y Juan Carreón, el Diablo

Zona muerta
Aris Alexandrou

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Jorge Moch
[email protected]
Twitter: @JorgeMoch

Dulces maestros

De niño yo no tuve maestros que fueran activistas sociales, al contrario: tuve maestros reaccionarios. Mis padres, víctimas de las creencias pequeñoburguesas de la clase media adolescente en la década de 1950, creyeron que a mi hermano y a mí nos iría mejor en colegios privados. De curas, para más INRI. Así que yo nunca fui a la escuela pública. La escuela pública, repetían parientes y maestros en coincidencia, era cuna de vulgaridades. Hice la primaria en el Colegio Cristóbal Colón, en Veracruz, una enorme escuela –sólo de varones, en el apogeo del sexismo– que reunía a lo más granado del elitismo jarocho. Mi hermano y yo fuimos admitidos de inmediato porque los parientes ricos de mi madre eran benefactores y miembros del patronato fundador del colegio –muchos años después un obispillo astuto y cabrón se carrancearía las instalaciones completitas, sumándoselas al patrimonio del clero como si fuera botín. Además de regida por curas, era militarizada. De milagro no salí aplaudiendo la existencia de Pinochet y Franco, o queriendo ser coronel.

Allí tuve maestros a los que, ahora me doy cuenta, dediqué una suerte de síndrome de Estocolmo; les tuve aprecio a pesar de que sus capacidades pedagógicas se resumían en el chingadazo, la cooptación y la poco didáctica repetición hasta memorizar a lo menso. En primero de primaria me enamoré de mi maestra María Esther, quizá la única de todos esos infelices que realmente se interesaba en que aprendiéramos por la buena. No duró mucho en aquella escuela. En segundo de primaria, la dulce maestra Carmelita, una rolliza abuelita mulata de estampa, nos daba garrotazos en las puntas de los dedos con un temido polín de madera. Le decía “jarabe de palo”. ¿Hablabas en clase?, jarabe de palo. ¿No te aprendiste la tabla del tres?, jarabe de palo… A los siete años anduve durante todo el curso lectivo con los dedos como esforrocinos y un genio de la tiznada. Los dedos se me enderezaron. El genio no. Eso sí: la tabla del tres no se me olvida nunca. Vieja sádica. Luego vino la maestra Amelia, una gorda prepotente y adicta al maquillaje que se dedicó durante un año a solaparle la holgazanería a un sobrino suyo, Lauro, que era abusivo y golpeador. Durante tercero de primaria sacó puros dieces. Sospecho que fueron los únicos de su vida. Luego, para sádicos, mi maestro de cuarto, el señor Cano, que era antisemita y el terror personificado para dos compañeros judíos que teníamos en aquella horda rabiosamente católica. Cano nos castigaba pintando una raya de gis en el pizarrón, que teníamos que tocar con la nariz, de puntillas, con los brazos extendidos a los lados y las palmas hacia afuera. Si bajábamos los talones –por cansancio– nos asestaba un reglazo detrás de las rodillas. La regla era de un metro exacto. Casi siempre usábamos pantalón corto. Vaya que ardían esos reglazos... Luego tuve a Víctor en quinto. Nos enseñó música y fotografía. Parecía un buen tipo, hasta que nos enderezaba unas furibundas filípicas en las que nos decía que él hubiera mandado fusilar a todos aquellos pinches comunistas del movimiento estudiantil del '68, y que bien merecido se lo habían tenido los revoltosos del jueves de Corpus. Sospecho que era sinarquista.

Las artes se resumían en el coro que dirigía un cura español. Él tocaba el órgano y nosotros cantábamos “La montaña”,  la que puso de moda Roberto Carlos. El teatro, la pintura, la música de veras, esas eran mariconadas. La biblioteca estaba permanentemente cerrada: no podíamos entrar si no era acompañados de adultos que, de todos modos, no dejaban tocar los libros. Tenían unas vitrinas, recuerdo, con una colección padrísima de fósiles y minerales.

Años después supe que el respetable profesor Moreno, el director, resultó de nefandas inclinaciones por el alumnado y tuvo que salir por piernas. Una chulada.

Así que si bien soy crítico de algunos vicios magisteriales, como la herencia de plazas, apoyo a los maestros hoy en su lucha, ésos que nunca trabajaron en una escuela confesional como el Cristóbal Colón, los que dan clases en escuelas con piso de tierra y que además del natalicio de Hidalgo saben hablar de cómo viene la cosecha o cómo se quita uno los pinolillos. Rechazo el linchamiento mediático con que se los agrede, sataniza e insulta. Me indigna que haya imbéciles que sigan con el clasista berrido de “mejor pónganse a trabajar”, porque ellos, los maestros sí se la están jugando y no se agachan.

Y porque son mucho más humanos, quiero pensar, que mis dulces maestros de antaño.