Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 15 de septiembre de 2013 Num: 967

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Herman Koch:
dosificar el conflicto

Jorge Gudiño

Federico Álvarez:
Una vida. Infancia
y juventud

Adolfo Castañón

A la sombra de
la hechicera

Juan Manuel Roca

Tres poetas

Belisario Domínguez:
política con dignidad

Bernardo Bátiz V.

Una topada de
huapango arribeño

Guillermo Velázquez, el León de
Xichú y Juan Carreón, el Diablo

Zona muerta
Aris Alexandrou

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Javier Sicilia

La tradición oral

Desde que el libro apareció formalmente en el siglo XII, la escritura se ha visto como un sucedáneo de la oralidad. Su prueba más irrefutable es que a quien no sabe leer ni escribir se le acusa de ignorante, de alguien que debe ser sometido a la alfabetización para poder habitar el mundo ¿Nos sucederá lo mismo a los alfabetizados con el imperio de la página web? En todo caso, el prejuicio contra la tradición oral está allí: una etapa superada de la humanidad. En este sentido se han interpretado siempre las palabras que alguna vez Cayo Romano dirigió al senado: Verba volant scripti manent (“Las palabras vuelan, lo escrito queda.”) Cayo, sin embargo, quería decir lo contrario: lo dicho oralmente puede volar, ir hacia otros; en cambio, lo que se dice en un libro permanece inmóvil, de alguna forma, muerto.

Ciertamente Cayo no conoció propiamente la página del libro que, como dije, nació en el siglo XII gracias a más de una docena de reformas y permitió la lectura silenciosa. Tampoco conoció los tipos móviles de Gutenberg que dotaron de alas al libro y permitieron llevarlo a muchos ojos y pensar con el autor en el silencio de la lectura. Conoció, sin embargo, algo que nosotros desconocemos y que por eso rebajamos: la fuerza viva y fecunda de la palabra oral. Tal vez por ello Platón inventó el diálogo en la escritura. No podía imaginar a Sócrates, que jamás escribió, en la inmovilidad de un monólogo. Sintió sin duda lo mismo que a Pitágoras y al propio Sócrates los llevó a no atarse nunca a una palabra escrita, que “la letra mata y el espíritu vivifica”.

Muchos de los grandes maestros espirituales de la Antigüedad no sólo no escribieron libros, nuca escribieron nada. Fuera de Jesús, que trazó algunas palabras sobre la arena –quizá los pecados de los hombres que estaban a punto de lapidar a la mujer adúltera– y que el viento borró, ni Pitágoras ni Buda, ni el propio Jesús, dejaron, al igual que Sócrates, escrito alguno. Querían que su pensamiento no se fijara, no estuviera muerto, sino que vivificara a todos en el tiempo, que les ayudara a seguir pensando y viviendo. Por eso, como señala Borges: “Aristóteles no habla nunca de Pitágoras, sino de los pitagóricos.” Por ello también los Evangelios son innumerables. No sólo abarcan los llamados canónicos –que son muy distintos entre sí y que se fijaron como canon sólo hasta finales del siglo IV y, con carácter dogmático, en 1546 con el Concilio de Trento–, sino también los apócrifos. Incluso, las mismas palabras de los Evangelios canónicos continúan, según la tradición de la lectio divina, hablándole, como si fueran proferidas por la boca de Cristo, personalmente a cada lector que a través de ellas vivifica su propia palabra y su propio sentir. Los sermones de Buda, recogidos por sus discípulos, no son letra muerta, es decir, no son dogma, sino señales para encontrar el camino de la iluminación personal, o sea, la experiencia y el sentido búdico que es siempre único en cada ser, e irrepetible.

Las palabras de esos grandes espirituales están, por lo mismo, llenas de poesía, que es el último lenguaje de la oralidad –ninguna poesía puede verdaderamente leerse en silencio– y que, a diferencia de la prosa, y semejante a la música, nunca es unívoca.

En este sentido, habría que decir, contra el prejuicio que cree que la escritura es sucedánea de la oralidad, que todo verdadero libro guarda algo de la tradición oral: la palabra que allí está dicha espera la nuestra para salir de su mudez y continuarse. Un libro que no abrimos y no leemos es nada: un montón de hojas cerradas, pero al leerlo, como cuando alguien nos habla, algo inmenso, que emana del silencio, sucede. “Nadie –dijo Borges citando a Heráclito– baja dos veces al mismo río […] pero lo más terrible es que nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado. Las connotaciones son otras.” Ningún gran libro es en el fondo lo que su autor concibió. Los lectores –a semejanza de lo que sucede en la tradición oral– los enriquecen cada vez que los leen.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.