José y Fermin Revueltas. 1930
Colección Ingeniero Silvestre Revueltas

Fermín Revueltas en la impaciencia de sus días

El volumen que recopila una buena muestra de su obra dice en la portada lo siguiente: Fermín Revueltas, constructor de espacios, escrito por Carla Zurián, publicado por editorial RM e INBA, México (lo que nos permite obviar la ficha bibliográfica; sólo falta el año: 2002). Secreto y no de la plástica mexicana, el malogrado pintor (l901-1935) que llegó con el siglo y lo dejó demasiado pronto, ha vivido colgado del dato de ser hermano del mejor narrador mexicano moderno y el más grande compositor que estas tierras han dado. Que José Revueltas (en la foto, con Fermín) y Silvestre Revueltas fueran sus hermanos es uno de esos raros milagros que a veces suceden en ciertos lugares del planeta. Llama la atención la cautela con la que lo presenta el poeta Alí Chumacero: “Casi olvidado, o por lo menos cercano a la indiferencia, Fermín Revueltas ha permanecido en el trasfondo de la plástica nacional”. ¿Hace falta justificar el trazo fuerte y decidido de Fermín, brillante desde el principio?

Chumacero ahonda en su contención: “Su breve existencia no le proporcionó la suficiente serenidad de ánimo para reducir a formas moderadas y discretas estéticamente la efusión con que solía comunicarse con el mundo que lo rodeaba”. Lo llama irreflexivo, y lo encuentra en “un universo ávido de vigor y a la vez de ternura con que Fermín Revueltas contempló su tiempo y su sociedad”. ¿A qué la duda, don Alí? Lejos de “pintar monotes”, como decían los detractores de la escuela mexicana, Revueltas ahonda en una estética ya post a esas alturas de su siglo. Estiliza lo que viene de Delaunay y el expresionismo, vibra el temprano realismo socialista, llega a donde Léger, tienta el futurismo y les aprende lo mejor a Saturnino Herrán y Diego Rivera. Se antoja que pisaba el futuro, cuando todo se interrumpió.

La ausencia de rostros en buena parte de su obra, que pareciera darle un carácter de boceto, de inconclusión, de inseguridad, es en realidad una declaración de estilo que lo emparenta con la escultura y lo pone a prueba en los vitrales. Su obra tiene una dignidad obrera propia de su tiempo, encarna humanidad que quiere y puede. Carla Zurián, su biógrafa, lo retrata impaciente, apasionado, gran colorista, refinado dibujante, “un pintor que jamás se valió de su paleta para hacer una parodia de su pueblo o una historia folclórica de exportación”. Un creador indispensable.