Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 25 de agosto de 2013 Num: 964

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos estampas
Gustavo Ogarrio

Candados del amor
Vilma Fuentes

El gozo del Arcipreste
Leandro Arellano

El Rayo de La Villaloa
J. I. Barraza Verduzco

Mutis, el maestro
Mario Rey

Los trabajos de
Álvaro Mutis

Jorge Bustamante García

Mutis y Maqroll
Ricardo Bada

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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Naief Yehya
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La muerte de la privacía y el sacrificio del pudor

¿Consumidores o productos?

“Pues si posteas algo en Facebook/Twitter/etcétera es ridículo esperar que se mantenga privado.” Esta es una de esas frases que se leen cada día más a menudo en las redes sociales y de alguna manera sirven para convencernos de que, a final de cuentas, ¿qué más da si estamos siendo espiados, monitoreados, estudiados y manipulados? Hemos elegido este destino: sacrificar nuestra privacía e intimidad por la comodidad y la deslumbrante fascinación de lo instantáneo. Hemos optado por creer que ser vigilados es sinónimo de estar protegidos. La lógica dominante es: “si no he hecho nada malo no tengo nada que temer”, que es lo opuesto a: “si no he hecho nada malo ni soy sospechoso de nada, nadie tiene por qué curiosear en mis asuntos”. Lo que no debemos perder de vista es que tenemos una relación problemática y engañosa con los servicios gratuitos digitales que miles de millones de cibernautas usamos regular y compulsivamente, como Google y Bing, Apple y Microsoft, Facebook y Twitter, entre otros gigantes. Estas empresas nos venden herramientas y nos permiten informarnos, relacionarnos, resolver dudas y conflictos, pero también se han convertido en extensiones de nuestra personalidad, en prótesis virtuales e incluso aliados sentimentales. Esto es particularmente complejo, porque estas empresas ultramillonarias no tienen responsabilidad alguna con nosotros; de hecho, ni siquiera somos sus clientes, más bien somos sus productos. Somos lo que ellas ofrecen a sus verdaderos clientes: las corporaciones que se dedican al marketing y a vendernos todas las cosas que queremos, o bien a crear una infinidad de nuevas y formidables necesidades.

Catálogo de debilidades

¿A quién le importa que la nsa, la cia y demás agencias de inteligencia recolecten videos de gatos simpáticos, coleccionen ridículos selfies, graben conversaciones amorosas y cataloguen tonterías motivacionales? En realidad, a nadie. Parece una gran pérdida de tiempo. Sin embargo, es obvio que esos fragmentos de nuestra identidad son piezas de un complejo mosaico que refleja nuestros gustos, temores, obsesiones, patrones de consumo y todas esas grandes debilidades que los comerciantes quieren conocer de nosotros. Así, en gran medida, el espionaje y acumulación de información que se realiza de nosotros no tiene por objetivo determinar si somos terroristas potenciales o “criminales del pensamiento”, sino que buscan otro tipo de control, uno que pasa por nuestros bolsillos pero penetra hasta los rincones más profundos de la personalidad. Las agencias de inteligencia piden favores a las corporaciones a cambio de otros favores, acceso a cambio de información, de manera semejante a las labores que hacen al sabotear las carreras de algunos políticos, empresarios o jueces, exponiendo sus affaires o perversiones para beneficiar a otros políticos, empresarios o jueces.

Víctimas felices

Nada de esto es nuevo. Lo que sí es sorprendente es la facilidad con que el público, principalmente estadunidense pero en gran medida internacional, ha aceptado la necesidad de ser espiados. De acuerdo con The Washington Post, aun después de las revelaciones de Edward Snowden, cincuenta y seis por ciento de la población de eu considera que la vigilancia del programa Prism es aceptable, y cuarenta y cinco por ciento piensa que el Estado debe ser capaz de vigilar la correspondencia de cualquier persona para luchar contra el terrorismo. Contrariamente a lo que se pudiera pensar, estas cifras son sorprendentes, ya que, hasta los ataques del 11 de septiembre de 2001, la tasa de desconfianza en el espionaje estatal estaba entre el setenta y uno y el ochenta y uno por ciento. En cambio, hoy hay una actitud de cinismo hacia el hecho de sabernos vigilados, como si estuviéramos en deuda por los servicios que aparentemente recibimos sin pagar. ¿Tenemos entonces todavía derecho de imaginar que merecemos nuestra privacía, que podemos proteger nuestras fantasías eróticas, nuestros gustos musicales o fílmicos e incluso nuestra fascinación por los gatos? ¿Debemos acostumbrarnos a compartir nuestra vida con agentes y corporaciones? ¿Tiene aún sentido la palabra pudor, o es tiempo de cinismo y de burlarnos de la gente como Snowden, Manning y Barret Brown (el periodista y hacktivista acusado, entre otras cosas, de divulgar información de la agencia Stratfor, y que corre el riesgo de recibir una condena de 105 años) por sacrificar sus vidas para denunciar a quienes nos espían sin justificación?