Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 25 de agosto de 2013 Num: 964

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos estampas
Gustavo Ogarrio

Candados del amor
Vilma Fuentes

El gozo del Arcipreste
Leandro Arellano

El Rayo de La Villaloa
J. I. Barraza Verduzco

Mutis, el maestro
Mario Rey

Los trabajos de
Álvaro Mutis

Jorge Bustamante García

Mutis y Maqroll
Ricardo Bada

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
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Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
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Luis Tovar


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Enrique López Aguilar
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Lado A, lado B

La industria discográfica originó una curiosa noción durante los años sesenta (extendida hasta bien entrados los setenta), prohijada por la producción rocanrolera, cuando estaban en boga los acetatos de 45 RPM: los lados A y B. La canción exitosa estaba en el lado A; la canción segundona y digna de ser empujada por el éxito del primero, en el lado B. Estos conceptos son propios de la música “popular”, puesto que la extensión de las obras “clásicas” impedía una separación “definida” del éxito y la obra de relleno (que iba a ser divulgada por la primera), salvo los álbumes en los que, para completar la Novena beethoveniana (por dar un ejemplo, considerada su longitud), en tres caras de dos discos LP, de 33 RPM, se completaba la cuarta cara con fragmentos de Las criaturas de Prometeo, o con oberturas del mismo autor, o con la Octava.

Esta maniquea separación de “lados” propicia la incapacidad de apreciar una obra individual en su totalidad, o de poner en perspectiva la producción de un autor por suponer que hay un lado exitoso y uno menor, uno primordial y otro segundón –cara con cara–, cuya consecuencia se mide desde expresiones bobas –en el estilo de algunos aficionados, perpetuos adolescentes por la manera como perciben el texto–: “aysh, es que sólo me gusta el primer movimiento de la Quinta, de Beethoven, luego se pone como complejo”, “oyes, es que, de Tristán e Isolda, sólo la Liebestod, que está súper, hasta la tocan en la tele”.

Como si, de veras, hubiera un lado A (prestigioso) y un lado B (prescindible) en la cultura, en las obras artísticas, en la sociedad, en la vida; como si el fondo del tema no se tratara de complejidades y honduras cuyo magma explica por qué hay cosas que parecen más famosas, bonitas, o agradables que otras. Extender sin reparos lo antedicho, deja de lado fenómenos para interpretar el asunto como los del gusto, la recepción y el mercadeo en la formación de un juicio respecto de ciertas obras. Si la ocurrencia de los “lados” fuera certera, las telenovelas mexicanas serían nuestro lado A y sor Juana, nuestro lado B.

Hay quienes, con cínica sapiencia, consideran que la tontería adolescente del lado A frente al lado B no era tan tonta, porque el lado B “era siempre regular tirando a relleno”. Estas percepciones corroborarían que el primer movimiento de la Quinta beethoveniana es un lado A, y los tres restantes, un lado B, de donde se siguen postulados como los del “síndrome Beethoven”: un primer o segundo movimiento magníficos, y uno o dos movimientos finales fofos (dejo los ejemplos para indignación, o apoyo del respetable: la Kreutzer, el Emperador, el Concierto para violín, la Eroica… Y allí se alinean las ocho sinfonías de Ferdinand Ries, la Cuarenta, de Mozart, casi todas las sinfonías de Schubert antes de las dos últimas, el Segundo concierto para piano, de Brahms; la Segunda, de Mahler, hasta antes del tercer movimiento…). Pueden alegarse contraejemplos de obras “totalmente lado A”: la Appassionata, el Claro de Luna, la Séptima (para seguir con Beethoven) y no faltarán quienes vean que en la Novena los dos primeros movimientos son A y los restantes, B.

Cuando el “concepto” A y B deja de ser sistemático, Uno entra en agudas sospechas: “el síndrome beethoveniano no ocurre nunca en las obras de Haydn, poco en las de Mozart, de ninguna manera en las obras ‘serias’ de Beethoven; y en Monteverdi no se presenta el ‘síndrome’ ominoso…” Uno se levanta, da una vuelta por el jardín, toma una taza de té, regresa y ahí están esas palabras que remiten a un gusto personal, no a una verdad universal. Uno pasa del té a un fuerte y, finalmente a un whisky: Monteverdi es puro lado a y puede echarle una manita a colegas como Beethoven y Brahms para cederles el lado B de su disco.

El caso extremo sería afirmar que el tema a es lo mejor de una obra porque el segundo tema y las reexposiciones son indigestas, con lo que se llega a la inolvidable aportación de Waldo de los Ríos, quien evitó al público la molestia de escuchar la sinfonía y el movimiento completo de cualquier autor tocado por la malignidad de su “talento”, para sintetizar con centelleo estereofónico el temita galán y enviar “lo demás” a la mierda: variantes, reexposiciones, forma sonata… La estructura clásica reducida a la estrechez de oídos de un público ignorante mediante la sevicia de alguien capaz de lograr ese bacterianismo cultural.

“El mundo es opiniones/ de pareceres tan varios,/ que lo que el uno que es blanco/ el otro piensa que es negro…”, meditó sor Juana hace varios años. Valga la diversidad pero, ¿por qué maniquea?