Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Nombres en la pared

A

yer en la noche vino a verme Daniela. Es mi vecina del 33. La pobre estaba angustiadísima porque a partir de la próxima semana en su trabajo la cambiarán al horario vespertino. Su hermana Irasema, como vive a dos puertas, se ofreció a echarles un ojito a sus hijos y a su casa todas las tardes, de lunes a jueves, pero los viernes no. Es el día que se va con Lázaro a los concursos de baile que se organizan en las delegaciones, en el estado de México y en Veracruz.

Irasema está segura de que el día en que no acompañe a Lázaro a las tardeadas él buscará a otra pareja y jamás le cumplirá la promesa de casarse con ella. Lo dice como si él fuera el hombre más maravilloso del mundo. Lázaro no está mal pero se vería mucho mejor si dejara de ponerse bisoñé. De paso se evitaría problemas como el que tuvo hace un año en el parque Zamora: en la última etapa del concurso, a causa del calor y de tanto movimiento, a Lázaro se le despegó el peluquín. Yo en el lugar de Irasema me habría sentido muerta de vergüenza y tal vez hasta un poco decepcionada, pero ella lo tomó de lo más natural: recogió el postizo y lo usó como abanico. Punto a su favor.

II

En vista de que Irasema no puede hacerlo, Daniela quería que yo le echara la mano con sus hijos los viernes por la tarde. Imposible. Desde hace cuatro años, cuando me inicié como cuidadora, es el día en que trabajo para don Rafael y no puedo fallarle. Tiene 77años. Es relojero. Entre las cataratas y la artritis ya casi no puede trabajar. Si lo hace es para no sentirse arrinconado ni depender por completo del apoyo que le brindan sus tres hijos.

Don Rafael podría vivir por temporaditas con cada uno de ellos pero se niega a desmantelar su casa. Primero porque aquí se formó su familia, segundo porque aquí murió su esposa Natalia, tercero porque aquí tiene espacio para su taller y, cuarto, porque necesita de su independencia. Don Rafael no lo dice pero creo que también se niega a convertirse en arrimado porque sabe que ninguna de sus nueras ni de sus nietos, y a lo mejor ni siquiera sus hijos, podrían soportarlo más de una semana.

No es hablar mal de don Rafael si digo que es una persona muy especial. Cuando escucha un nombre piensa que se trata de alguien que conoció años atrás. Su obsesión llega a ser fastidiosa, pero no tanto como una de sus manías: la puntualidad.

Jamás se permite retrasos o adelantos ni siquiera por un minuto. Las pocas veces que he tenido leves demoras don Rafael se disgusta, me dice que las personas informales se burlan de los relojes y le faltan el respeto al tiempo ajeno. Luego se suelta con que la impuntualidad es un cáncer que está dañando al mundo y vaticina que vendrá un día en que todos lleguen tarde a la hora de su muerte. Oír esto una vez resulta gracioso pero seis o siete en una hora es insoportable.

La curiosidad es otra de sus obsesiones. Quiere saberlo todo. La mañana en que me citó para ver si me ocupaba, aparte de leer mi carta de recomendación tres veces, me hizo un montón de preguntas acerca de mi familia y de cómo, si soy tan joven, me volví cuidadora. Le dije que de más chica estudiaba enfermería. Problemas económicos me obligaron a dejar la escuela y a conseguir trabajo. Por suerte me lo dieron en la farmacia. El sueldo era poco pero tendría comisiones.

Por algunos meses todo fue más o menos bien, pero luego noté que la clientela disminuía y mis ingresos también. Según la doctora Cruz, responsable de la farmacia, eso se debía a que muchas personas prefieren comprar los medicamentos en los tiraderos del centro. Allí les salen más baratos porque están caducados, pero no les importa con tal de ahorrarse unos pesos.

Comprendí que la farmacia no tardaría en cerrar y en mis horas libres me puse a leer el registro de las personas que solicitaban servicio a domicilio. Enlisté sus nombres para, en caso de verme sin trabajo, ofrecerme como su cuidadora.

III

Don Rafael quedó satisfecho con mi explicación pero no le bastaba. Para evaluar mi experiencia quiso saber con cuántas personas había trabajado antes de ponerme en contacto con él. Le dije la verdad, nada más dos. Una, Sergio Esperón. Era contador privado. Tuvo un accidente en una combi. Se salvó de morir pero quedó muy herido y con dificultades para caminar. El médico le ordenó terapias dos veces al día. Necesitaba quién lo ayudara a hacerlas porque su mujer, Conchita, una señora nerviosísima, no toleraba tocarle las cicatrices.

Aunque la pareja no me simpatizaba mucho, habría seguido atendiendo a don Sergio, pero tuve que dejar de hacerlo cuando se mudó con su esposa a Lomas Verdes, a un departamento más barato. Me quedaba lejísimos. En llegar hasta allá gastaría horas y casi toda mi paga en transportes.

Entonces recordé a la maestra Ninón. Llamaba a la farmacia una o dos veces por quincena para solicitar servicio a domicilio. Más que medicamentos pedía artículos de higiene personal. Noté que era un pretexto para tener con quién hablar. Esto me provocó cierta ternura hacia ella. Sin conocerla personalmente le tomé afecto. Cuando iba a dejar la farmacia la llamé para despedirme y ella apuntó mis datos por si algo se le ofrecía.

Fui yo quien la llamó. Le hablé de mi trabajo con don Sergio y de mis motivos para renunciar a él: una forma indirecta de ofrecerle mis servicios. Por fortuna ella los necesitaba. Me propuso que la atendiera una vez por semana, los lunes. Así lo hice durante siete meses.

Yo entonces ignoraba la manía de don Rafael por los nombres. No me extrañó que afirmara haber conocido en su juventud a una muchacha llamada Ninón. Tal vez fuera la misma. Para salir de dudas me pidió que le hablara de la maestra. Le dije que había sido profesora de danza. Las paredes de su cuarto estaban tapizadas con las fotos de ella y de sus alumnas: las hijas que no tuve, decía. La osteoporosis la obligó a abandonar las clases y a vivir de la pensión que le dejó su marido: un ingeniero muy guapo, aseguraba.

De sus tiempos de profesora sólo le quedaron las fotos y la promesa de visitas que sus alumnas jamás cumplieron. Eso no la amargaba. La maestra lo veía como algo natural; en cambio le resultaba inhumano que a cada rato le aumentaran la renta. Fue el motivo de que me despidiera. Le costó trabajo decirlo. Antes puso el pretexto de que una cuñada suya la había invitado a vivir con ella. Varias veces le pregunté en dónde y la maestra mencionó lugares distintos, señal de que ocultaba la verdadera razón para prescindir de mis servicios.

IV

Sólo cuando terminé la historia de mi estancia junto a la maestra Ninón me di cuenta de que don Rafael y yo habíamos estado hablando por más de media hora sin que él me invitara a pasar a su casa. Volvió a leer mi carta de recomendación y me dijo que si yo estaba libre los viernes me tomaría como su cuidadora.

Mientras llegaba el momento de trabajar al lado de don Rafael estuve preguntándome por su casa, qué habría tras la puerta de madera pintada de verde. El primer viernes de mayo lo vi. Mi madre quiso que se lo describiera. Han pasado meses y aún no encuentro palabras para detallarle lo que me parece un laberinto lleno de muebles, libros, papeles, recortes, fotos y nombres escritos en las paredes. Nunca sabré a quiénes pertenecen: si a gente real o a fantasmas urdidos por la mente ya alterada de don Rafael. Me pregunto si un día yo también seré un nombre más en las paredes de ese lugar.