Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 23 de junio de 2013 Num: 955

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El vicio impune
de la lectura

Vilma Fuentes

Rilke: el resistir
lo es todo

Marcos Winocur

Intelectuales públicos
y telectuales

Rafael Barajas, el Fisgón

Los redentores neoliberales
Gustavo Ogarrio

La última voluntad
de Pirandello

Annunziata Rossi

Estado de antisitio
Nanos Valauritis

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
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Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


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Miguel Ángel Quemain
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El Laberinto fecundo de Filomarino

Rossana Filomarino tiene una pregunta sobre el mundo interno, que le propone la creación y sus procesos. Una de las posibles certidumbres está en Laberinto 1, Work in progress, que en su título advierte que la respuesta no es única y que en las lógicas del límite entre lo corporal, la mente y lo conceptual hay una multiplicidad de proposiciones que decidió colocar en ese cuerpo sabio de Amada Domínguez, modelado con experiencia y disciplina, por la intuición y un manejo del gesto que en el bailarín se transforma en un fascinante close up que lo vuelve actor.

Filomarino se acompaña intelectualmente de las certezas e interrogantes que Jorge Luis Borges propone en un enigmático poema que forma parte de Elogio de la sombra, y lo pone en voz del propio argentino, con su acento extranjero y grave, para convertirlo en una voz otra que se coloca por encima de nosotros con múltiples advertencias sobre la irrepresentabilidad del universo que “no tiene anverso ni reverso/ ni externo muro ni secreto centro”. La metáfora del poema encuentra en el tránsito escénico su materialidad: “No habrá nunca una puerta. Estás adentro/ y el Alcázar abarca el universo.” Es un laberinto que, incluso, no tiene Minotauro.

Al minimalismo en el movimiento se le suma el minimalismo cálido del estonio Arvo Pärt, con “intervenciones sonoras” (así se le llama ahora a las elaboraciones conceptuales y artísticas que en el pasado elaboraba el coreógrafo) de Rodrigo Castillo, que acompaña a Drama Danza en algunas aventuras nodales, fielmente y con una espectacular comprensión e interpretación de lo que está en escena.


Rossana Filomarino

Las relaciones entre padres e hijos artistas es un capítulo de la creación artística que debiera escribirse algún día, para ofrecer una lectura de esa parentalidad estética y no sólo de identificaciones psíquicas. Como muchas personas, los artistas no se libran de tener hijos impermeables a la sensibilidad creadora, parásitos o auténticos trogloditas que se empeñan a cada paso en pisotear o desdecir la obra de sus padres, o vivir de ella inescrupulosamente, empeñándola, malbaratando el acervo. Hay historias que parecieran más para el periodismo amarillo, mismo que también se ocupa del proceso inverso: padres que funcionan como una especie de proxenetas de sus redituables hijos instalados en el mundo del espectáculo.

Si hablo de esta relación parental, de filiación, de identificación y continuidad de la tradición, es para referirme también al trabajo de Amada Domínguez, quien tiene poco más de quince años en la compañía que fundó Rossana Filomarino, y que en este trabajo coreográfico/actoral tiene mucho del pasado que la coreógrafa/directora ha torneado en el cuerpo de esta bailarina de ébano, como un amoroso Gepetto.  Filomarino va más allá de construir un espejo para mirarse íntegra sobre la escena, como si creara un cristal capaz de contener el reflejo del pasado que vuelve a transitar el camino del Laberinto con esos rasgos estilísticos inconfundibles en el cuerpo físico/dancístico de la directora/coreógrafa.

Rossana colocó su imaginación en una actriz/bailarina habitada con la serenidad y sabiduría que dan los años. Si el arte de moverse es no moverse, esa percepción puede tener como rito de paso un lenguaje minimalista. Al interior de un vestuario rojo cuyos trazos recuerdan las paradojas de Escher –tan dilecto representante del nudo borromeo–, se intuye la fragmentación corporal de Amada Domínguez.

Sabemos que debajo del rojo está ese físico azabache que disloca su cintura respecto al tronco, al tiempo que el cuello exige extensiones que se desapegan del gesto del rostro, del gesto de las manos, de la tensión en los pies, y así, repetidamente, a lo largo de una ruta que construye el andar, acompañada y bañada por las luces del escenario durante 55 minutos en el Teatro Sergio Magaña, donde concluye hoy, a partir de las 18:00 horas, una temporada a la que le faltó difusión y un mejor trato institucional, porque un trabajo de tan elevado rigor tiene que ser compartido con la propia comunidad que se educa en estas materias.

Laberinto es un punto de llegada de una compañía, de una directora, del equipo de trabajo que produce y realiza y de una bailarina, Amada Domínguez, que nos recuerda los prodigios que Guillermina Bravo hizo posibles en las anatomías eternas de Victoria Camero y Antonia Quiroz, dos bailarinas tan inolvidables como lo serán Filomarino y Domínguez.