Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 16 de junio de 2013 Num: 954

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El color de la música
Norma Ávila Jiménez

Silvestre Revueltas:
músico iconoclasta

Jaimeduardo García entrevista
con Julio Estrada

Teodorovici:
reír de hastío

Ricardo Guzmán Wolffer

Todas las rayuelas
Rayuela

Antonio Valle

Rayuela:
primer medio siglo

Ricardo Bada

Releer Rayuela
Xabier F. Coronado

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Luis Tovar
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Prevalecer

Desde la perspectiva de un par de personas que, a bordo de un jeep, viajan en una carretera lineal y solitaria, la toma panorámica muestra un objeto, incandescente y enorme, precipitándose desde lo muy alto, a toda velocidad y en picada. El objeto se estrella contra el asfalto, a pocos metros de donde el jeep se ha detenido; los pasajeros descienden, extrañamente poco alarmados por un acontecimiento asaz atípico como el que acaban de presenciar, caminan los pocos pasos que los separaban del objeto siniestrado y, como resulta que el objeto no cayó solo sino que alguien lo hizo caer, y ese alguien está ahí y resulta que no llegó a pie sino volando tras del objeto derribado, sostienen más o menos este diálogo, aquí citado de memoria: El chofer del jeep, ya revelado como militar debido a su obvia vestimenta, inquiere: “¿Sabes cuántos millones de dólares cuesta el drone que acabas de hacer pedazos?” Sin dejar de sonreír, el interpelado responde que lo sabe, pero que no permitirá a nadie averiguar “dónde guarda la capa”, es decir, dónde está su refugio. Tras intercambiar un par de frases más bien intrascendentes, algo bravuconas, el coronel o capitán o general, a quien acompaña una mujer igualmente militar, se sincera: “Seré claro: ¿cómo sabemos que un día no te pondrás en contra de los Estados Unidos?” El interpelado de la capa da como argumento que “creció en Kansas”, que no puede haber nada “más americano” y que, en última instancia, para yugular los resquemores del mílite o de cualquiera que abrigue dudas similares, todo es “una cuestión de fe”.

De tal modo cierra El hombre de acero (Zack Snyder, EU, 2013), es decir, el más reciente ejercicio simultáneo de saqueo y aprovechamiento de eso que algunos desavisados irreflexivos gustan denominar “franquicia”, en este caso la llamada Superman. Saqueo desde el flanco del cómic vuelto película y luego revisitado una vez tras otra y otra, ad nauseam. Aprovechamiento desde luego que en términos económicos –las franquicias dejan, como bien lo saben McDonalds y demás–, pero sobre todo desde perspectivas que, sin ser enfáticas en su arista mercachifle, colocan el acento en ciertos intereses que, por lo demás, no pueden estar, como de hecho lo han estado siempre, sino conectados con el deseo de obtener ganancias.

O de ganar, en términos más amplios o de plano absolutos, por lo argumentalmente planteado en este nuevo plato de sopa fría cinematográfica: para ahorrarse la obviedad, dígase de inmediato lo sabido: Superman siempre gana, por más trabajo que según pueda costarle, y por más que la película casi entera consista en ver si es que sucede lo que Todomundo sabe que no sucederá: que Superman pierda. El asunto aquí, la miga, es el cómo y el porqué.

Derecho divino sobrehumano

Llegado del cielo, como bien se sabe, Kal-El/Clark Kent/Superman encarna, como lo evidencia el triple nombre, una trinidad que se vuelve santísima a golpe de moral kentuckiana y de actos buenos –salvadores de vidas y sobrehumanos, se sobreentiende–, apresuradamente llamados milagros por algún personaje al principio de la cinta. Por lo demás, ahí está el padre adoptivo –un José bíblico clarísimo–, ahí la madre que, como la de Jesucristo, es la única que vuelve a aparecer más tarde en escena y, a lo largo del pietaje, salpicados como quien no quiere la cosa, los iconos: la repetición hasta el hartazgo de que “han transcurrido treinta y tres años” desde que Superman llegó a la Tierra; un joven Clark dudoso en cuanto a su “misión”, consultando en la iglesia al cura de su pueblo, y la cámara encuadrándolo con un Cristo al fondo, y luego otro; después, en el espacio exterior –el cielo, pues–, y tras hablar con el Padre/Jor-El, muerto hace ya un rato pero en magnífico holograma, Superman desciende con los bracitos en cruz para que no haya dudas de quién y para qué está con-descendiendo a ser parte de la raza humana: es dios y viene a salvarnos. Punto.

No es nueva, por cierto, esta asociación mesiánica y grosera de Superman con Jesucristo; ya se había practicado en el saqueo anterior. Lo que destaca es la combinación terrible de puerilidad y cinismo: en estricta lógica, si dios existe, se llama Superman y trabaja para el gobierno estadunidense. Todo contado como para justificar algo así como un divino destino manifiesto: el de prevalecer sobre los otros.

Ah, y como en las guerras transmitidas por televisión o como dicen quienes los usan que funciona un drone, aunque sean devastados kilómetros y kilómetros cuadrados de terreno, sobre todo urbano, no hay salpicadero hemático ni miembros destazados ni cosas feas. Muchísima destrucción videojueguera, pero usted no verá una sola gota de sangre en El hombre de acero. Garantizado.