Mientras no exista el ejercicio pleno de ver a los sujetos portadores de pensamientos y palabras, difícilmente se establecerán verdaderos diálogos y debates

La palabra que exige
la memoria colectiva
de Guatemala

 Jacqueline Emperatriz Torres Urízar

Hasta hoy había observado en casi total silencio el proceso por genocidio contra los militares retirados Efraín Ríos Montt, ex presidente guatemalteco durante los años de 1982 y 1983, y José Rodríguez, jefe de inteligencia del mismo periodo. Un silencio qué más bien respondía a una especie de duelo y respeto con las personas sobrevivientes de la población ixil, querellantes adhesivos del proceso. Y también para dar tiempo a que cuajaran los sentimientos que podría provocar un hecho histórico para Guatemala. Lo consideré un silencio hacia afuera, aunque estaba provocando un sinfín de revoluciones dentro de mi cuerpo, por ratos en las entrañas, por ratos en el cerebro y otros tantos en el corazón.

Los testimonios que conformaron parte de la acusación me estremecieron por enésima vez, pero seguí en silencio, respetando la voz de quienes pronunciaron sus ideas. A pesar del peso y el valor que aún tiene todo lo sucedido durante la guerra, pensé que lo más importante ya no eran los hechos en sí mismos, sino el significado que podrían tener hoy para los sobrevivientes. Para empezar, mujeres y hombres ixiles los declararon frente a una sociedad para que tome responsabilidad en la historia. Los relatos ya no vienen vestidos de huesos, ni de trozos de carne trémula o de ropas carcomidas por el tiempo, sino enunciados por un grito que exige memoria colectiva.

Hay que recordar que para estos sobrevivientes del genocidio, la política estatal de “tierra arrasada” emitida por el gobierno de facto de Ríos Montt cambió sus caminos. Para entonces la población indígena pasó a ser enemiga del Estado, que consideró que formaba parte de o constituía un apoyo crucial para los grupos guerrilleros contra quienes se libraba una batalla anticomunista. La región ixil que abarca Nebaj, Cotzal y Chajul, en el departamento de El Quiché, atravesada por la sierra de los Cuchumatanes (rica en bosques y agua), fue uno de los principales objetivos de la “tierra arrasada” y la instalación de “aldeas modelo” que diseñó el ejército con ayuda de los gobiernos estadunidense e israelí, así como de varias expresiones de la iglesia protestante, que lideraban personajes que hoy figuran en la vida política y empresarial del país. Y que dicho sea de paso, han encabezado, junto a la cúpula empresarial del país, los discursos en contra del juicio y la condena de 80 años que se impuso al ex jefe de Estado, el 10 de mayo pasado.

En el área ixil se instaló un destacamento militar dirigido por el capitán Tito, (el actual presidente del país, Otto Pérez Molina), quien dirigió al grupo de los kaibiles, del cual es también fundador, una fuerza especializada del ejército que tenía a cargo ejecutar contra la población, sin ninguna consideración de edad, estado o desarme, la política estatal en mención.


Retrato de Alberto Patishtán, 2012. Acuarela de Arnoldo

Que mujeres y hombres llegaran frente al ágora, representada por el espacio que ocupó el Tribunal Primero A de Mayor Riesgo, e hicieran públicos sus testimonios, es un ejercicio que vuelve a cambiar el rumbo de sus vidas y les convierte en sujetos políticos que recuperan un espacio público que históricamente les fue negado. La palabra pública rompe con el olvido, las ausencias, la negación y, por lo tanto, les devuelve la vida. A partir de la palabra, sus palabras, “son y existen” y con ellas cortan cualquier pretensión de exterminio de la memoria histórica guatemalteca. Paulo Freire dice que “existir, humanamente, es pronunciar el mundo, es transformarlo”. De esa cuenta, un diálogo, como puede ser entendido este juicio, es un acto creador de sentido, un proceso fundamental para la cultura y, al mismo tiempo, clave para la transformación de la sociedad.

Sus testimonios nos invitan a quienes no vivimos la guerra en “carne propia” o “de manera directa”, sin la fuerza bruta del poder de las armas, a plantearnos una reflexión ontológica sobre el valor de la vida en una organización social que desecha todo aquello que no tiene ninguna validez ni legitimidad frente al poder del capital. A preguntarnos cómo construimos nación, sociedad, territorio. A reconocer que existe una historia llena de rostros que no son ajenos y a nombrar por su nombre el genocidio. Una vez roto el cerco privado, estos hechos ya no son un rumor ni un triste pasado, son un hoy que reclama equilibrio en el cosmos, justicia y dignidad y, tal vez, ciudadanía —si algunos prefieren hablar desde el paradigma de la democracia liberal. En ese sentido, el pueblo ixil rompe un orden y marca el paso.

Una historia escrita a golpe de cañón

Mientras el juicio seguía su curso, en las redes sociales y en los medios de comunicación surgieron debates paralelos. Algunas opiniones daban cuenta de que este proceso judicial era de gran significancia para Guatemala, Latinoamérica y el mundo. Pero poco a poco también fueron surgiendo comentarios que lo descalificaban y negaban el delito de genocidio.

Escuchar varias voces hacía un ejercicio interesante si somos conscientes de que la historia guatemalteca está escrita a golpe de cañón, de Estado, piedra y muerte, sin diálogos ni debates, pues los grupos de poder, asociados al capital nacional —ahora también extranjero— y al ejército, siempre encuentran artimañas para imponer lo más conveniente para sus intereses. Por un lado, se desplegaron ejercicios llenos de argumentos lógicos y éticos, respaldados por hechos y testimonios registrados en documentos, como el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico publicado en 1999, o de quienes sí vivieron la guerra sobre sus cuerpos y sus vidas. Del otro, surgieron comentarios escritos con el hígado, la negación, la intolerancia, construidos bajo una lógica racista y patriarcal, que poco a poco fueron subiendo de tono.

Al mismo tiempo se fueron endureciendo las estrategias de violencia y terror contra el movimiento social: se agilizaron órdenes de captura contra líderes comunitarios, se ordenaron estados de sitio en varios municipios del país —casualmente asociados a la resistencia comunitaria—, secuestros, muertes. El juicio cobraba facturas.

Finalmente, los debates, como tantos dejados en la garganta del pueblo, debían ser cortados. A las argucias de los abogados defensores, que empezaron a ser insuficientes para recobrar el orden, se sumó la propaganda política que emulaba los tiempos de guerra fría y anticomunismo. Con un corte amenazador y de confrontación apareció un primer escrito, inserto en un medio de comunicación tradicional, firmado por la Fundación contra el Terrorismo, que denunciaba como farsa el delito de genocidio y calificaba como campaña de desinformación y de opinión pública las estrategias de una “conspiración marxista desde la iglesia católica”. Otros dos documentos firmados por la misma fundación se publicaron en abril y mayo, en los que difaman y acusan a varias personas defensoras de derechos humanos, líderes comunitarios que defienden el territorio, organizaciones sociales, así como instancias de cooperación internacional, como desestabilizadores y traidores a la patria. Había un claro discurso en contra de la intervención extranjera en este proceso, aunque por supuesto no dicen nada respecto a su alianza oportuna con la mano que guió la contrarrevolución en 1954, que firmó el tratado de libre comercio entre Centroamérica y Estados Unidos en 2005, y permite hoy el saqueo del territorio guatemalteco mediante los megaproyectos. Por demás está decir que son argumentos inconsistentes, a los que tampoco les interesa recuperar una buena parte de la historia.

Los escritos fueron insuficientes y, frente al evidente descontrol del poder, en abril también se publicó un campo pagado titulado “Traicionar la paz y dividir a Guatemala”, firmado por 12 intelectuales, algunos protagonistas del proceso de paz y otros que a lo largo de 16 años han legitimado el orden imperante. Plantearon que el delito de genocidio era una “fabricación jurídica” en contra del Estado guatemalteco que implica la “agudización de la polarización social y política que revertirá la paz alcanzada”. Que el proceso de reconciliación era “el fin supremo” de los Acuerdos de Paz y que si la acusación de genocidio se consumaba, ello implicaba “el peligro inminente de que la violencia política reaparezca, traicionándose con esto el objetivo y la conquista de la paz”. Estaba claro: permitir que el proceso judicial siguiera su curso era aceptar que algo estaba saliendo mal respecto a los “tratos” que hicieron con las negociaciones de paz. Entonces ¿qué escondía tras de sí el discurso de paz, reconciliación, construcción y diálogos democráticos? ¿Fue la firma de la paz un cheque en blanco que a cambio exigía el silencio y la ignorancia de nuestra historia? ¿Qué proyecto de nación y qué Estado legitimaron?

Es claro que el proyecto político hegemónico tiene un orden y dentro de él, a lo único que pueden aspirar los subalternos o dominados es al silencio impuesto y, si es posible y necesario, sepulcral; a los discursos demagógicos, a las mentiras, a la aniquilación. Así se ha demostrado a lo largo de nuestra historia y lo confirma este debate judicial que primero fue interrumpido de la forma más burda y, luego, anulada la sentencia por tres de cinco magistrados de la Corte de Constitucionalidad (CC), apelando a la forma del proceso y celebrada por el defensor de Ríos Montt arguyendo que se habían cometido “aberraciones” en el debido proceso.

Ni diálogo ni debate

Ni el diálogo ni el debate han existido en la construcción de la sociedad guatemalteca. Para que existan se requiere como mínimo la apertura de los sujetos dialogantes a lo “otro”, del reconocimiento de un sujeto diferente y a la posibilidad de enriquecerse mutuamente. ¿Acaso los grupos de poder hoy han cambiado su forma de ver a los pueblos indígenas, a los grupos campesinos, de estudiantes y a las comunidades que resisten por sus territorios? Veamos las columnas de opinión y mensajes de personajes que fueron piezas claves para el ejército y el Estado durante la guerra y hoy niegan una realidad que algunos ni siquiera vivieron. ¿Qué autoridad les confiere el poder de la negación?

Trato de encontrar palabras para nombrar lo sucedido y algunas se tropiezan. El lenguaje se queda corto frente a la indignación y todo lo que se mueve en mi inframundo. Escribir estupidez o intolerancia es decir muy poco. Pienso mejor en la idea de Foulcault cuando dice que la paz es la guerra continuada por otros medios, y así comprendo que lo que ha sucedido para acabar con este juicio es parte de esa misma guerra que se “informó” había terminado y que, al igual que el genocidio, fue planeada con plena conciencia, como lo afirmó la sentencia de mayo.

Aceptar el juicio por genocidio y su resultado era aceptar que las estrategias de dominación y el proyecto político del poder hegemónico tienen fisuras. Por eso se aprietan tuercas y al más mínimo movimiento de descontrol se activan los mecanismos de violencia: real y simbólica. Y con descaro se pone a trabajar a la cc para enmendar la plana. Y así es como en este país los diálogos —ya sean agrarios, fiscal, de reformas educativas o laborales, entre otros— se arrojan por la borda, porque para el poder ya no son necesarios, constituyen sólo una fachada para continuar la dominación de una masa de población que, como en la finca, sigue siendo números y brazos.

Parafraseo las palabras de Audrey Lorde, feminista negra, quien dijo que “las herramientas del amo no derribarán la casa del amo”. Nos vendrá bien recordar que los diálogos —este juicio, tanto como otros— se hacen con un interlocutor que no tiene necesidad de dialogar, pues tiene un proyecto político definido: negocios y mercado a cambio de bocas cerradas, olvido, exterminio, saqueo, con coordenadas distantes al buen vivir u otras formas de organización planteadas por los pueblos indígenas, los movimientos de mujeres, las juventudes y los territorios en resistencia. Por eso las acciones colectivas de lucha, resistencia y el más mínimo intento de transformación estarán siempre enmarcados en la “ingobernabilidad”, la inseguridad y la amenaza a las democracias liberales.

Mientras no exista el ejercicio pleno de ver a los sujetos portadores de pensamientos y palabras, difícilmente se establecerán verdaderos diálogos y debates. Si Guatemala sigue siendo una sociedad suicida y autonegada, tal vez convenga fraguar diálogos con quienes sí se puedan replantear las utopías que en algún momento guiaron a todas aquellas mujeres y hombres “imprescindibles”.

Jacqueline Torres Urízar, periodista guatemalteca, coautora de Memorias rebeldes contra el olvido, con testimonios de mujeres combatientes ixiles y k’anjobales (2008)