Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 2 de junio de 2013 Num: 952

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Buen viaje,
querido Chema

Hugo Gutiérrez Vega

Nuevos poetas en Tijuana

Manuel Galich o
el ejemplo moral

Mario Roberto Morales

Una década sin
Monterroso

Esther Andradi

Cervantes plagiado
entre tedescos

Ricardo Bada

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Luis Tovar
[email protected]

El Ariel y otros problemas

Del Ariel -otorgado por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de México- suelen decirse muchas cosas, pero pocas buenas: que si los criterios de la Academia para conformar ternas/cuartetas/quintetas y para premiar son del todo inescrutables y altamente discutibles; que si en el fondo casi a nadie le importa y al público le pasa totalmente de noche; que si un Ariel sólo sirve para detener los libros o la puerta… Pareciera existir un deporte o pasatiempo consistente en declarar, urbi et orbi, que el Ariel “me da güeva”, no sin alguna esquizofrenia de por medio, pues la tal güeva no es óbice para que sus practicantes puedan luego indignarse porque no ganó aquello que, según su criterio, debió ganar, o congratularse porque sus preferencias coincidieron con lo premiado.

Esos güevones y sus adláteres nunca se hacen cargo de que su postura –en ciertos casos mera pose– fomenta lo que denuestan en el Ariel: en el corto plazo, poco interés, fugacidad, pronto olvido; en el mediano y largo plazos, mediocridad, desdén por lo propio y consecuente interés  desmesurado por lo ajeno –llámese Oscar, Goya o como sea–, escaso valor ulterior… Guste o disguste el Ariel es, aunque por supuesto no la única, unidad de medida para calibrar el estado de nuestra cinematografía. Si lo que se quiere –y cabe suponer que así es tanto para los güevones como para el resto– es un cine nacional sólido, saludable y atractivo, no estaría mal comenzar por una inflexión, al menos, en la actitud tenida respecto de un galardón que –a querer o no, se insiste- es termómetro del cine que nos estamos dando y, al mismo tiempo, lo es de la manera en que asimilamos dicha expresión cultural. O pregúntense, queridos güevones, si acaso los estadunidenses sólo hablan pestes de su Oscar y los españoles lo mismo de su Goya.


El Premio

El palmarés

A grandes rasgos, la quincuagésima quinta entrega del Ariel tuvo una gran ganadora, dos grandes perdedoras y varios actos de justicia. Comenzando por estos últimos, justos fueron los reconocimientos a cortometraje de animación, ficción y documental, dados respectivamente a La noria, de Karla Castañeda; La tiricia o cómo curar la tristeza, de Ángeles Cruz, y La herida se mantiene abierta, de Alberto Cortés. Lo mismo cabe decir de los premios a coactuaciones y protagónicos, que en ese orden se llevaron Daniel Jiménez Cacho por Colosio, el asesinato; Angelina Peláez por La vida precoz y breve de Sabina Rivas; Roberto Sosa por El fantástico mundo de Juan Orol, y Úrsula Pruneda por El sueño de Lú.

Las popularmente consideradas categorías menores –efectos visuales y especiales, vestuario, maquillaje, diseño de arte, sonido, música original, edición, fotografía–, se las repartieron siete películas, donde comenzaron a asomar las perdidosas, es decir, las muy nominadas y poco premiadas: de once, La vida precoz… se quedó ocho veces con las manos vacías; por su parte, Los últimos cristeros, de Matías Meyer, nominada en ocho categorías incluyendo guión adaptado, dirección y mejor película, no se llevó absolutamente nada –mínima justicia, en opinión de este ponepuntos, que nomás no entiende qué le vieron.

Las grandes ganadoras fueron sin duda Cuates de Australia, de Everardo González, en largometraje documental; La demora, con Laura Santullo por guión adaptado y Rodrigo Plá por dirección, pero sobre todo El premio, de Paula Markovitch, que además de ser la mejor película obtuvo Arieles por ópera prima, guión original y edición.

Fuerza es destacar que, como compensando ausencias notables como la de Post tenebras lux o Cecilia Suárez por Nos vemos, papá; insistencias inexplicables como la ya referida Los últimos cristeros, o presencias prescindibles tipo Morelos o Todo el mundo tiene a alguien menos yo, en largometraje de ficción la verdadera competencia se dio entre La demora y El premio, clara y unánimemente consideradas como las mejores, y fueron ellas las que ganaron en lo que, a final de cuentas, a Todomundo de verdad le importa.

El largometraje documental es caso aparte. La competencia fue de alto nivel y, dada la calidad de los cinco nominados, la decisión debió ser durísima: junto a Cuates… estaban Carrière 250 metros, de Juan Carlos Rulfo; El paciente interno, de Alejandro Solar; La revolución de los alcatraces, de Luciana Kaplan, y Palabras mágicas (para romper un encantamiento), de Mercedes Moncada. Hubo quien, como este juntapalabras, le hubiera dado un Ariel a los cinco, lo cual refrenda el agradable lugar común de los últimos tiempos: que en México se están haciendo muy buenas películas documentales.