Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 19 de mayo de 2013 Num: 950

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Para ti
Silvia Lemus

Pesimismo sonriente
y periodismo cultural

Fabrizio Andreella

Francisco Gamoneda:
el libro como semilla

Xabier F. Coronado

El arte de no leer
Hermann Bellinghausen

De la lectura como naturalidad
Ricardo Guzmán Wolffer

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Ana García Bergua

La ronda de los ejercitados

Cuando marcho a la alberca en la mañana, la mochila morada a la espalda y las aletas en la mano, me voy encontrando con la ronda de los ejercitados, los que corren, bicicletean, taichifican y yoguifican a esa misma hora, y se doblan, se estiran, aspiran y expiran, concentrados en lo suyo, indiferentes a los gritos de los niños que llegan tarde a la escuela y a los cláxones de los oficinistas atascados en el tráfico humeante. Hay una cosa fraternal que se transmite de pants a shorts, de tenis a gorrito, entre los ejercitados de toda hora, una sociedad sudorosa y esforzada, catadora de endorfinas, que padece sus agujetas sin queja alguna, con orgullo y entereza. Nos saludamos contentos, quizá, del pequeño privilegio de marchar sobre tenis y no sobre llantas a esas horas; de ponernos a estirar los brazos hacia lugares imprácticos, por el gusto de movernos, correr o nadar sin más destino que los pasos, las brazadas, las pulsaciones, el aire que se siente distinto, aunque sea la misma niebla humosa que tanto sueño da y a veces anuncian incluso como irrespirable. Es una ronda anticitadina y vigorosa, ronda de madrugadores y noctámbulos, de jubilados, de acelerados, muy lejana de la perfección que se exige a los deportistas profesionales, nuestras actuales estatuas grecolatinas; ronda de perros que obligan a sus dueños a correr con ellos en pos de nada, ronda de vecinos que se han visto ya en toda clase de atuendos y situaciones, y ahora saltan y caminan, ocupados en los músculos siempre exigentes y prometedores. Algún día, pensamos, seremos inmortales, jóvenes de nuevo o perfectos, pero mientras tanto respiremos en aquel primer metro de aire pegado a la superficie de la alberca, ése que, se dice, es más puro y te provoca un subidón.

Durante mi infancia, que yo sepa, no había ejercitados en las calles como ahora, nadie corría por correr –sólo los niños y los enamorados de las películas–, ni sudaba tan alegremente al aire libre procurándose la salud. No recuerdo haber visto a los vecinos en shorts, más que a los menores de quince años, y cuando apareció en el cine una mujer que corría en pants por Nueva York en la película An Unmarried Woman –era la década de los setenta–, mi madre no sabía de qué extrañarse más: si de la mujer que corría a los brazos de un pintor nada más la dejaba el marido por otra más joven, o de su agotador afán por el jogging. Mis padres, que habían fracasado con una rueda para hacer abdominales –a la que llamaban con una mezcla de cariño y agobio “la ruedita”– no eran afectos al movimiento esforzado, tan lejano del café donde pasar a gusto la tarde, sentado y fumando las ideas propias y las ajenas. Y la verdad yo tampoco: hace unas semanas, una compañera de la secundaria me recordó el tiempo que tardaba en amarrarme las agujetas de los tenis: era el mismo, me dijo, que el grupo ocupaba en dar las cuatro vueltas de carrera por el patio exigidas por el profesor de gimnasia. Quizá por eso mismo tanta fascinación, y eso que llevo unos años de haber entrado a la agitada ronda; sigo sintiendo un júbilo injustificado, culpa –supongo– de las famosas endorfinas. Veo a los ejercitados como no los veía antes –dice mi marido que cuando uno tiene niños descubre a los niños por la calle, o cuando una está embarazada descubre a las embarazadas, cuando uno tiene gato ve a los gatos y a los perros– y hasta nos saludamos con cierta complicidad; me siento parte de un circuito que flota en otra dimensión, como ese señor que realiza su calistenia en el parque y va saludando sonriente, brazos arriba, piernas dobladas hacia el vientre, a todos los condenados que pasan de camino a sus obligaciones quietas, como si a él el smog lo respetara.

En la noche, la ronda de ejercitados tiene muchos más perros y las respiraciones de los que corren se escuchan en las calles oscuras. Como los amorosos de Sabines, los ejercitados andan como locos, porque están solos, solos, solos. Regresan los ejercitados en la noche de sus aerobics, sus pilates, su stretching, sus aparatos de gimnasio, con sus bicicletas tintineantes a guardar para el día siguiente al músculo que entrevió, al cabo de muchos movimientos y sudores repetidos, alguna revelación, alguna luz en los misterios de la máquina corporal. Quizá es algo ilusorio, pues nunca recuperaremos al animal que fuimos; quizá somos como el prisionero que en la celda o el patio diminuto se ejercita y siente, en aquel movimiento, la libertad.