Opinión
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El caso (nada) extraño de Corea del Norte
L

os orígenes del término guerra fría se remontan hacia finales de los años 40, una vez concluida la II Guerra Mundial. Estados Unidos y la extinta Unión Soviética se embarcaron en una carrera armamentista nuclear que acabó definiendo la geografía de esa época en un orden bipolar. Una de las claves de ese mundo (dividido en dos sistemas que se autodefinían como opuestos) residió acaso en las transformaciones de sus respectivas máquinas de guerra. La aparición de las armas nucleares modificó no sólo el concepto de la guerra, sino a la guerra misma.

Fue Alfred Nobel, uno de los mayores productores de dinamita en los últimos años del siglo XIX, quien previó de manera involuntaria el carácter de esta transformación. Frente a la pregunta de que si no le parecía absurdo que el inventor de la dinamita utilizara el dinero de sus empresas para promover la causa de la paz, Nobel respondió que no, en absoluto, que incluso le parecía lógico. “Los hombres –dijo el ingeniero sueco– jamás llegarán a resolver sus conflictos de manera pacífica por razones morales o de conciencia. Sólo una arma que garantice la destrucción mutua de los enemigos puede lograr ese cometido”. Esa arma no la desarrolló Nobel, sino cientos de científicos que trabajaron entre 1940 y 1944 en la Universidad de Chicago y en los laboratorios de Los Alamos, que afanosamente buscaban la paz (por supuesto). Después siguieron los soviéticos, que se hicieron de su propio arsenal atómico.

Por primera vez en la historia de la guerra, las armas nucleares garantizaban que su empleo mutuo redundaría en el aniquilamiento de ambos bandos. Hay historiadores cáusticos, se podría decir, que llaman al período de la guerra fría la Gran Paz. En efecto (en un periodo que ha durado hasta la fecha 68 años) las grandes potencias no volvieron a chocar militarmente de manera directa. El término de Gran Paz es un exótico eufemismo de un orden que disolvió prácticamente las fronteras entre la guerra y la paz. El estado de amenaza permanente de guerra –que invadió la sique, todas y cada una de las grandes decisiones políticas y los órdenes simbólicos– transformó por completo el concepto de lo político. Si Klausewitz explicó alguna vez porqué la guerra era una continuación de la política con otros medios, el equilibrio nuclear hizo de la política una continuación de la guerra con medios bastante precisos.

Esa inversión de lógicas tuvo sus saldos concretos en una multitud de países que se vieron afectados por revoluciones y guerras civiles. Cuba fue uno de ellos. La crisis de los misiles, a principios de los años 60, consistió en que un país pequeño con una economía menor, sin industria militar propia, dotado tan solo de un ejército popular podía, con un mínimo arsenal nuclear de misiles atómicos, ponerse al tu por tu con una gran potencia. Para la revolución cubana los saldos de la guerra fría fueron prolíficos e incluso beneficiosos. Sin los misiles nucleares, es muy probable que Estados Unidos hubiera invadido la isla rebelde. El costo en vidas y devastación humana habría sido inimaginable. Por su parte, la revolución cubana pagó su precio: quedó situada en el fatal bloque del mundo soviético.

En Cuba se inauguró lo que acaso podría llamarse la micro-guerra fría, entendida ya como una forma específica de la guerra misma.

Pakistán fue, en esos mismos años, otro de los beneficiados de ese extraño equilibrio/desequilibrio. Desde entonces cuenta con silos atómicos que protegen sus fronteras de los ataques de la India.

La más reciente micro-guerra fría ha sido la que ha definido las relaciones entre Irán y EU desde los años 90. Irán no cuenta con armas atómicas, pero ha intentado desarrollarlas desde hace una década y media. El discurso político con el que Occidente ha entrecruzado ese conflicto ha alcanzado tintes hiláricos. ¿Qué harían, se dice, unos ayatolas irresponsables con armas atómicas en la mano? La respuesta imaginable es sencilla: cuidar su poder con el mismo celo con el que lo hace el Pentágono. Es como una suerte de etnocentrismo racional o políticamente correcto. Cuando Occidente emprende una guerra es un acto civilizado y civilizatorio. Cuando alguien resiste, se trata de locos, salvajes, irresponsables.

El caso de Corea del Norte encierra sus propias características. Un régimen totalitario, en manos de una dinastía que ha impuesto a su población sacrificios altísimos, cuenta ya con misiles capaces de lanzar armas nucleares hasta las bases militares estadunidenses de la región. Pero aquí existe un factor del cual no es posible prescindir. Ese factor se llama China. Corea del Norte es el territorio que separa a la frontera China de una larga línea de posiciones militares de EU en la región. Además, es un país que depende económica y tecnológicamente de manera umbilical de Pekín. Cierto, entre China y Corea del Norte han existido conflictos y desavenencias, pero la política nuclear de Pyongyang representa un asset privilegiado para la diplomacia de la nueva potencia económica. Una diplomacia que, si bien condenó las recientes pruebas nucleares, no ha movido un dedo para presionar a los mandos norcoreanos. Por el contrario, todo indica que seguirá capitalizando la locura norcoreana para definir cada día más quien pone las reglas de la región.