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Ver día anteriorMartes 2 de abril de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Sorolla en San Carlos
A

nte la indiscutible relevancia de pintores españoles del siglo XX, ejes en la historia de las vanguardias, como Picasso y Juan Gris, o escultores de la talla de Chillida, eso sin mencionar a personajes como Dalí y Buñuel en la historia del surrealismo, o a Tàpies, cuyo influjo resultó irrevocable en varias latitudes, el relieve de pintores ibéricos entre los siglos XIX y XX resulta desleído, por lo que hay que congraciarse de que el Museo Nacional de San Carlos (avenida Puente de Alvarado 50, colonia Tabacalera) haya atrapado la exposición antes inaugurada en el Museo de Arte de Orizaba y proveniente casi en su totalidad del Museo Nacional de Cuba, enriquecida ahora con la adición de otras piezas de acervo y de colecciones particulares.

Joaquín Sorolla resulta bastante conocido y admirado, debido entre otras razones a que cuenta con su museo exclusivo en Madrid, que reúne obra y objetos suyos ofreciendo además uno de los más hermosos jardines madrileños de carácter residencial.

El maestro valenciano (1883-1923) fue prolífico en extremo y tuvo muy buen mercado, no sólo entre sus compatriotas, sino allende los mares. La Hispanic Society de Nueva York le encargó un proyecto que lo hizo viajar por varias regiones de su país en aras de captar escenas y biotipos regionales. Eso aparte de que fue retratista de la alta burguesía a la que vemos representada en los palcos de un teatro, o bien luciendo mantones de Manila, peinetas, mantillas negras o guantes como el que vela ligeramente el brazo de la señora de Urcola, con atuendo negro y fondo ocre grisáceo, combinación muy típica de la paleta española a la que el pintor valenciano contrapuso la viveza cromática de sus escenas de playa y de embarcaciones, con pescadores o mujeres cargando a sus bebés, mismas que están entre sus piezas más consentidas por el público incluso entendido.

No obstante, vale la pena detenerse un buen rato y percatarse de que el cuadro fechado en 1889, o sea durante su etapa formativa, ajena a la absorción de los parámetros que pretendidamente prolongan el impresionismo, denominadas lumínicas, es una excelente pintura, incluso superior a otras.

Como indica el curador de San Carlos: Marco Silva Barrón, eso indica que sus intenciones iban más allá de la continuación del impresionismo, que tantas secuelas tuvo en todos los países, incluido el nuestro, adquiriendo las fisonomías propias de la región donde se produjo.

No, no hay comparación posible entre Sorolla y Sisley o entre Sorolla y Pizarro, menos aún entre Sorolla y Clausell o entre el valenciano y Francisco Romano Guillemín. Eso por mencionar unos cuantos ejemplos de absorciones impresionísticas, mismas que pueden continuar hasta la fecha sin que eso sea en modo alguno un desdoro. Los buenos pintores absorben todo lo que conviene a sus propósitos sin preocuparse por los posibles préstamos de otras tendencias. Además, los procederes impresionistas podrían detectarse desde Pompeya.

Observar la exposición entrega los aciertos y también los desaciertos de este maestro, si bien hay que admitir que aun éstos pueden tener su encanto para determinados estratos del público, como sucede con los mantones de Manila desflecados, la hojarasca que deja entrever las rosas ocultando y a la vez vislumbrando el rostro de la muchacha, o la niña plantada en la playa (1904) capaz de conmover corazones nostálgicos, que es una de las piezas predilectas del conjunto, también proveniente del Museo Nacional de Cuba.

¿Por qué razón hubo un consumo sólido de las obras de este pintor en la isla durante la primer década del siglo XX? Ese es tema que convendría analizar a fondo en un etudio de catálogo. Hay obras muy buenas y otras no tanto. Los desaciertos son bastante perceptibles, no se trata de licencias poéticas: por ejemplo, no quiso poner atención a las manos de sus personajes o bien descuidó lo que no tenía ante su mirada con el objeto de completarlo según usanzas consabidas, en el taller, como ocurre con el cuadro de la Vista de Antequera, en la que el bien urdido caserío contrasta con los primeros planos y con el celaje, producto de una fórmula llevada a extremos.

Por cierto, pudiera ser que en el planteamiento del caserío el autor mantuviera como recuerdo o como inspiración la famosísima Vista de Toledo, de El Greco, con todo y la propositiva claridad imperante en su Antequera.