Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 17 de marzo de 2013 Num: 941

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Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La entrevista perdida
con John Lennon
(y Yoko Ono)

Tariq Alí y Robin Blackburn

Emily Dickinson vista por Francisco Hernández
Marco Antonio Campos

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Una victoria mayor

Frédéric-Yves Jeannet


La Invencible,
Vicente Quirarte,
Joaquín Mortiz,
México, 2013.

La Invencible une y reúne todos los puntos, vuelve a tejer todos los hilos de la obra de Vicente Quirarte desde hace más de veinte años, desde su primera evocación de la muerte voluntaria de su padre en El ángel es vampiro, publicado en 1991.

Habrán sido necesarias estas tres décadas desde la muerte del padre para poder hilvanar en un relato los elementos biográficos que ya formaban la materia fragmentada de varios textos: los doce poemas de la primera sección de El ángel es vampiro, titulada Razones del samurai –título que retomaría para su poesía reunida 1978-1999–; los treinta poemas de su Zarabanda con perros amarillos, escrita a la memoria de su hermano Ignacio, o el poema “Conjunto de lesiones” de El peatón es asunto de la lluvia, de 1999, dirigido así, como una carta o una oración: “Señor mi Padre,/ ahora Martín tan niño y tan mi viejo.”

Después de evocar en este poema-carta aquel 13 de marzo de 1980, escribe: “Esta historia puede contarse de diversas maneras./ Pero la cámara que compré ese día/ me obligó a mirar el mundo de otra forma.”

Acaso La Invencible sea esa “otra manera” de contar la historia, de otro modo lo mismo, como decía el maestro Bonifaz Nuño, pues como escribe en Zarabanda con perros amarillos: “Pasamos de uno en otro/ A enumerar los qués/ (el cómo es una historia más extensa)/ y a escribir por el otro la página final/ de su estancia en la tierra.” En La Invencible, también más de veinte años separan la materia más antigua, la evocación del padre, el maestro Martín Quirarte, que constituye el segundo capítulo, y el resto del libro, escrito entre principios de 2010 y mediados de 2012.

La Invencible tiene una construcción sutil y perfectamente simétrica en ocho capítulos. Transcurre entre dos epifanías. La primera, en enero de 2010, que motiva la necesidad de escribir este texto, nace en un recorrido del autor, peatón y corredor de la ciudad, al cruzar un puente de Ciudad Universitaria, el puente en el que su padre se quitó la vida. Se percata que está transcurriendo el año en que cumplirá la edad que su padre tenía al morir. Más adelante se sabrá que la escritura del texto también coincide con la venta, en 2011, de la casa familiar en la calle Zacatecas de la colonia Roma: “Sus fantasmas se fueron con nosotros” escribe en el capítulo VII.

La segunda epifanía tiene lugar dos años después en la cantina La Invencible, de San Ángel, y marca una suerte de reconciliación: “Hoy es domingo y he rebasado la edad que mi padre tenía cuando decidió abandonar el mundo, incapaz de enfrentar a la Invencible. Hoy soy más viejo que mi padre. Hoy mi padre es el hijo que no tengo. Creo tener algunas respuestas a las preguntas desencadenadas por su prematura aunque no imprevista partida.”

Los hijos de suicidas sabemos que rebasar la edad del padre es una etapa fundamental del proceso de sanación de la inevitable culpa que experimentan los sobrevivientes. Al volverse mayor al padre y superar de alguna forma su experiencia terrestre, la clemencia nos pide perdonar el abandono que hemos sufrido.

Entre estas dos epifanías, cuyas descripciones ocupan el primer y el último capítulo, ambos muy breves (5 y 8 páginas), transcurren el relato y el análisis (el “¿cómo?” de Zarabanda), siguiendo un compás riguroso: los capítulos II y V son cortos (11 páginas), el III y el VI de mediana longitud (16 y 21 páginas), el IV y el VII son largos, de 26 y 30 páginas. Tenemos así una progresión musical, con un aumento progresivo de I a IV, y nuevamente ese movimiento se repite en lo que sería la segunda vertiente, del capítulo V al VII. Los dos capítulos más largos se pueden leer como ensayos sobre el proceso creativo y su imposibilidad, explicando así el gesto del padre que abandona la vida cuando siente que no puede escribir, y sobre la lectura y el viaje como tablas de salvación.

Después de la evocación del historiador y profesor Martín Quirarte en el capítulo II, se vuelve al presente de la escritura en el tercero. El hijo analiza así su reacción después de la muerte del padre: “Me obsesioné en reconstruir sus caminos, vadear las arenas movedizas que lo perdieron, tratar de resolver el complejo laberinto de sus pasiones.”

De esa obsesión y obstinación nace gran parte de la obra del hijo. Es significativo que uno de los primeros libros de Vicente Quirarte se titule Vencer a la blancura; tal ha sido su empeño al escribir, cuando esa tarea se había vuelto imposible para su padre. De ahí se desprende uno de los sentidos de la palabra “invencible”: vencer a la blancura, aunque ésta sea invencible. Restarle solemnidad al acto de escribir, para no conferirle una función trágica. “Invencible es la vida y no la muerte” escribe en el último capítulo.

Ya en 1992, en una entrevista, me había dicho Vicente: “He dedicado varios textos a la relación del poeta con su principal fantasma, la escritura. Supongo que el modelo que más me pesa es mi padre, escritor antes que historiador, poeta antes que científico. Para él, escribir era la forma más alta de vivir, y abandonó la vida en cuanto se dio cuenta de que no podía escribir más. Con todo, esa amenaza latente, esa bomba de tiempo, funcionan en mi vida como estímulos para la creación y la existencia: vivir es escribir con todo el cuerpo.” Este último aforismo proviene de su Cuaderno de Aníbal Egea.

Si bien al principio, en la infancia, como escribe en el primer poema de Zarabanda con perros amarillos, “El cielo era mi padre. Y mi madre la tierra” –la madre suave y terrenal, anclada en la realidad, evocada en Luz de Mayo y en El mar del otro lado–; el cielo, en cambio –quizás el de la creación intelectual–, es un cielo de tormenta.

El móvil invocado por el padre en la carta que dejó para su familia, la “sola explicación de su muerte voluntaria” es “que desde hace tiempo no puede escribir.” Esa dificultad se manifiesta, por ejemplo, en el prólogo de su Historiografía sobre el imperio de Maximiliano, publicada en 1970, en el que Martín Quirarte escribe: “las dificultades de la empresa se pusieron de manifiesto […] esa labor resultaba extremamente difícil […] A pesar de todos mis esfuerzos no estoy enteramente complacido. Me hubiese gustado profundizar más en ciertos tópicos.” Y nombra “las naturales luchas de conciencia que preceden a toda publicación”.

El hijo aclara que la escritura es un combate por lograr una “transformación en palabras que vulneren la armadura flexible del lenguaje. La perdición sobreviene al sentir que la armadura es invencible. Más exactamente, cuando se sabe que el combate es inútil”.

Para esclarecer esa parálisis creativa de su padre, quien “acudía constantemente a [las cartas de Flaubert] como se utiliza un medicamento necesario, inevitable” –cartas en las que Flaubert expresa sus extremas dificultades al escribir Madame Bovary–, para esclarecer esa parálisis y tratar de explicar sus motivos, es necesaria una reflexión de fondo, y el capítulo iv es una larga meditación sobre el proceso creativo del escritor moderno, para el cual la escritura misma es protagónica, se convierte en personaje principal del texto: “Si escribir es una tarea vital, un ejercicio donde la energía del autor se pone al servicio de la creación de vida, el escritor que enmudece vive en un estado parecido a la muerte. Más aún: en una muerte que no puede entender, comprensiblemente, quien no escribe.”

Después de esta reflexión de fondo del capítulo IV se encuentra, en el centro del libro, en el breve capítulo v un homenaje a “la parvada de ángeles guardianes [que] quedó de este lado para protegerme”.

Otra etapa de la reflexión inicia en el capítulo VI y toma la forma de una meditación en torno a la mesa de trabajo, el escritorio recobrado y usado hoy por Vicente Quirarte, que representa un vínculo con el pasado, con la casa paterna, pues sobre esa mesa se desarrolló el trabajo del padre, como profesor y escritor, durante el “mejor período de su actividad creadora”. El hijo descubre que esa mesa le permite “recorrer [su] infancia de ida y vuelta”. Sin embargo, entiende que el móvil confesado del padre por acabar con su vida está envuelto en otros factores y circunstancias psíquicas, y recuerda las cóleras del padre, entonces incomprensibles para sus hijos, “para encerrarse a escribir”: “Cuando mi padre se dejaba llevar por la yegua de la cólera era porque se descubría disminuido, incapaz de enfrentar –ya que no de vencer– con dignidad y aplomo a la Invencible.”

Ese estado psíquico del padre requiere internarlo en clínicas para protegerlo y proteger a su familia de lo que el hijo describe como “continuos y radicales cambios de temperamento que lo destruían y destruían todo a su alrededor”, y añade: “La enfermedad del alma de papá fue el primer desconocido, poderoso, tangible fantasma que enfrentamos.”

En la medida en que define y acepta esa “enfermedad del alma” de su padre, su melancolía, su depresión –lo que hoy podría definirse como una condición bipolar exacerbada–, en la medida en que su reflexión le permite evocar y formular con precisión los hechos y circunstancias que rodearon los últimos años de la vida del padre, se vuelve posible una forma de reconciliación o aceptación: “He vivido más años sin mi padre que con él. Sin embargo, nunca lo tuve tanto como ahora.”

Esta reflexión le proporciona una distancia para analizarse también a sí mismo: “Comparo ese yo abatido de mis veintitrés años con el padre que ahora soy de ese joven…” Y más adelante: “Hace treinta y tres años, un autobús me llevaba al corazón de las tinieblas. Hoy hago el viaje en dirección inversa hacia una luz postergada y promisoria. Mi padre vive en mí. Yo soy su viejo. Sus alas se despliegan en mi espalda.”

Como en El ángel es vampiro y Zarabanda, pero con otros recursos, los de una prosa fluida que permite unir las piezas fragmentadas en los poemas, en este libro Vicente Quirarte se acerca a lo más oscuro, lo más difícil, lo más indecible. Pero sólo así la escritura puede exorcizar los demonios. En la infancia, su abuela le decía que el diablo se le iba a aparecer en el espejo si se miraba mucho en él; aquí, por el contrario, es necesario mirar largamente en ese otro espejo de la memoria para ver y comprender.

En su contraportada, La Invencible está designada como “novela”, y la Revista de la Universidad habla de una “autoficción”. Me parece que si bien su construcción rigurosa lo puede asemejar a la de una novela, su valor –en ambos sentidos de la palabra: es un texto valioso y valiente– reside en su estricto apego a la verdad autobiográfica. Decía Dostoievsky que para él no había nada más fantástico que la realidad. Ya en El ángel es vampiro escribía Vicente: “Queremos nombrar el centro de las cosas,/ el corazón sonoro de las cosas.”

En La Invencible este “centro de las cosas” está nombrado, y el proceso de su escritura representa una victoria mayor sobre lo indecible.


El amor y la muerte

Raúl Olvera Mijares


Obras,
Xavier Villaurrutia,
FCE,
México, 2012.

Poeta de la anticipación por la pérdida, cuya obra personalísima constituye un canto interior, como con sordina, que mana de lo profundo de temores telúricos, inconscientes, acallados por la sociedad, Xavier Villaurrutia –”Xavier se escribe con equis”, como rezaba el título de uno de los ensayos que Paz le dedicara– es entre los integrantes del grupo de la revista Contemporáneos (1929-1931) acaso el nombre más famoso pero el menos intuido de su generación. De natural taciturno y temeroso, Villaurrutia optará por la reserva y buscará siempre un sutil intimismo, plasmado en sus poemas, sus ensayos y sus piezas de teatro. Existencia relativamente breve, la de Villaurrutia (1903-1950), signada por el trabajo en su propia obra y como promotor de cultura. Su compromiso con el teatro y el periodismo fue crucial en sus últimos años, fundador de las revistas Ulises (1928) y la ya mencionada Contemporáneos (1929).

Primeros poemas (1923), Reflejos (1926), Dos nocturnos (1931), Nocturnos (1933), Nostalgia de la muerte (1938), Décima muerte y otros poemas no coleccionados (1941) y Canto a la primavera y otros poemas (1948) forman el grueso de su producción poética, con la adición de piezas tremendas de drama humano, no poco influidas por Eugene O’Neill, que comprenden Autos profanos (1943), Invitación a la muerte (1944), La mulata de Córdoba (1948) y Tragedia de las equivocaciones (1951), sin olvidar su novela lírica Dama de corazones (1928). Influidos por metros modernistas y parnasianos, teñidos de simbolismo y surrealismo, los versos de los Nocturnos ejemplifican un hálito supremo. “Nocturno mar”, dedicado a Salvador Novo, con quien fundara Ulises, compuesto en forma de silva, que acaba con el verso: “y lo escondo y lo cuido y le guardo el secreto”, no podía tener una atmósfera más elusiva, recoleta y sublimada. A diferencia de Novo, Villaurrutia pretendió mantener su inclinación íntima en la esfera estrictamente privada, aunque sin llegar a los extremos de disimularla en público como Pellicer.

Obra entretejida de adustas prohibiciones y continuas y gozosas transgresiones, el poema de Xavier Villaurrutia aparece cifrado en el mar, que sólo conocería en breves incursiones; la naturaleza evocada por este capitalino contrasta agudamente con la selva cerrada del Tabasco de Pellicer, por ejemplo, o los cantes marinos del primer Gorostiza. La fijación en la muerte es una constante que comparte con los dos vates mayores del siglo XX mexicano, José Gorostiza y Octavio Paz. La equis, como reza aquel involuntariamente profético verso de Ricardo López Méndez, “algo tiene de cruz y de calvario”. Sensible al extremo, vulnerable en cierta medida, poseído más por los indefinibles males futuros que acabarán por borrar el bien presente, anclado morosamente en el pasado, Xavier Villaurrutia es un poeta, como todos los grandes, para leer con detenimiento y veneración. El amor y la muerte, una pareja inseparable, hombre y mujer en español y hasta en alemán, hombre con hombre en griego, Eros y Tánatos.



Los monstruos y el miedo,
Ricardo Guzmán Wolffer,
Editorial Porrúa,
México, 2012.

Colaborador de estas páginas, lo mismo que en otros medios impresos, Guzmán Wolffer es un lector a la vieja usanza: furibundo, voraz, insaciable y, lo mejor de todo, compartido. Este breve pero sustancioso volumen da fe de lo anterior, pues lo componen dieciséis textos que abordan respectivamente la misma cantidad de obras cuya temática remite al título del libro: monstruos, miedo, terror, seres fantásticos, míticos y quimeras que son el alimento –a veces terrible, a veces divertido, como apunta el propio compilador– de la imaginería colectiva tanto de quienes se han asomado a las páginas de uno, de algunos o de todos los libros que aquí se mencionan; entre ellos Frankenstein, la obra maestra de Mary W. Shelley, el infaltable Drácula, de Bram Stoker, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, así como otros que no suelen tomarse como pertenecientes al ámbito de la literatura de terror, verbigracia Moby Dick o la ballena blanca, de Melville, y La guerra de los mundos, la conocidísima obra de H. G. Wells, a la que se acostumbra encasillar en el rubro de la ciencia ficción. La inclusión de estos dos últimos, así como la de la antología Fábulas –que contiene textos de Esopo, La Fontaine, Samaniego, Iriarte, Arenal y Campoamor, entre otros fabulistas de renombre–, es una novedad y en ella consiste uno de los mejores aciertos de Guzmán: la inclusión, por derecho propio, de tales piezas literarias y su galería de personajes no sólo en el rubro general de lo fantástico sino, también y al mismo tiempo, en el más particular de lo terrible.

“Incitación a la lectura” es el subtítulo que aparece en la portada del volumen, cabe aclarar, integrado por un prólogo de Guzmán, el compilador, y por los ya referidos textos que son, precedidos por la correspondiente portada con la que aparecieron al momento de ser publicados originalmente por Porrúa, los prólogos a las obras aludidas. Entre esos prologuistas se encuentran Vicente Quirarte –otro declarado y contumaz amante de esta literatura–, W. Somerset Maugham, Guadalupe Appendini, Ana María Vázquez, María de Pina y otros terrorfílicos de hueso colorado.



Rasero o El sueño de la razón,
Francisco Rebolledo,
Editorial Era,
México, 2012.

Originalmente publicada hace ya dos décadas, esta es la obra literaria más conocida de su igualmente (re)conocido autor, que nació en 1950 y desde entonces ha entregado a la imprenta un sinnúmero de piezas literarias entre novelas, ensayos y cuentos. En aquel 1993, Rasero... tuvo una recepción positiva tanto del público lector como de quienes otorgan premios literarios –entre otros, la novela obtuvo el Critic´s Choice Award en 1995, y un año antes otro llamado Pegaso– y, si no constituyese más vituperio que elogio, debería decirse que esta densa novela ambientada en una Europa dieciochesca se convirtió en un auténtico éxito de librería o, para decirlo con la denominación maldita, en un bestseller. Dos décadas después, de ella también cabe decir que tuvo originalidad en algo que desde entonces se volvió moda y desgaste o desdoro por culpa del mucho uso: volver personajes de novela a cuantos personajes de la historia –política, cultural, artística– fuese posible, “humanizándolos” y poniéndolos a tiro de piedra del protagonista y, claro está, de narradores bastante menos avezados que Rebolledo.