Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 10 de marzo de 2013 Num: 940

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Los empapelados de las granjas Peri & Sons
Agustín Escobar Ledesma

América Latina,
juventud y libertad

Marcos Daniel Aguilar

Poesía para romper
los límites

Ricardo Venegas entrevista
con Floriano Martins

Clientes frecuentes
Edith Villanueva Siles

El arte de seleccionar:
de los 10 mejores a la construcción del Yo

Fabrizio Andreella

Del suicidio al accidente: tropezar con
la propia mano

Marcos Winocur

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
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Paso a Retirarme
Ana García Bergua
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Edith Villanueva Siles


Foto: freakingnews.com

Hace algunas décadas no se hablaba de las drogas abiertamente entre miembros de la familia, mucho menos de los adictos: toxicómano, vicioso, heroinómano, cocainómano, enviciado, inyectado, eran palabras tabú. Se pensaba que quien se atreviera a abordar el tema hablaba con conocimiento de causa. Podría describir  cómo la heroína provoca una fuerte dependencia física y psíquica, pero lo que me ocupa en este momento es el otro lado de las adicciones, el que se oculta con programas como el que provee el gobierno de Nueva York, al que llamaré “vive sin heroína, consume metadona”.

Acostumbrada al periodismo sensacionalista del Estado, esa mañana escuché que se esperaba una onda de calor y que la intensa humedad había alertado a las autoridades, así que ese día se abrirían los refugios con aire acondicionado para la población en riesgo: niños y ancianos. Hice caso omiso de la alerta y salí con mi hija al parque. Con mucho esfuerzo para respirar logramos llegar a una pequeña área de juegos en donde había unos aspersores de agua para refrescarse. Mi hija corrió hacia ellos y yo me senté en una banca.

De acuerdo con la ley de áreas de juego de NY, ningún adulto que no vaya acompañado de un niño puede estar allí. Sin embargo, la mayoría de las veces, especialmente en las áreas alejadas de Manhattan, como Brooklyn, Queens y el Bronx no hay vigilancia, además de que sería un trabajo muy aburrido andar buscando adultos sin niños, y ese mismo adulto a su vez tendría que estar acompañado por un menor.

Aquella tarde había más adultos y personas de la tercera edad que niños. Frente a mí estaba una pareja. La mujer tenía una toalla mojada sobre la cara y sudaba intensamente. La imagen confirmaba que no era el periodismo desmesurado de la ciudad; era en verdad el calor y la humedad los que evaporaban nuestros cuerpos. A los pocos minutos, el hombre se levantó para mojar la toalla y refrescar a su mujer. Cuando ella me miró noté que su semblante era diferente; ojos sumidos, piel amarillenta, dientes prominentes, cabello escaso y un letargo igual de espeso que la humedad que nos envolvía. Sentí ganas de auxiliar a la mujer pues parecía que, aun sentada, se caería; no podía mantener el equilibrio y dejaba que su cuerpo se hiciera hacia atrás y hacia adelante, realizando así un acto de acrobacia. Cuando él la vio, no apretó el paso, actuó obedeciendo a la respuesta esperada por el público en un circo. Se aguantó la risa, pero con su mueca mostró que disfrutaba ver a su mujer haciéndola de equilibrista. Se sentó junto a ella y le encendió un cigarrillo. La mujer lo mantuvo entre los labios sin fumar. Cerró los ojos y aflojó el rostro. El hombre no resistió y soltó la carcajada, y le quitó el cigarro de la boca con la delicadeza de un prestidigitador. La mujer no se despertó, sólo echó la cabeza hacia atrás.

En efecto, parecía un acto circense. El hombre seguía riendo entre bocanada y bocanada hasta que terminó de fumar. Yo los miraba y me preguntaba cuál era el sitio para estas personas, pues era evidente que estaban bajo el influjo de alguna droga.

Escuché la campanita de la señora de los helados. El hombre compró dos. Con mano de domador alertó a su mujer. Ella reaccionó y levantó la cabeza. Abrió sólo un ojo, después el otro. El hombre le puso el vaso frío en una mejilla. Se rió, pero ella volvió a quedarse dormida. Él le agitó la pierna de nuevo. Ella despertó. Tomó la nieve con su mano huesuda y trató de llevar la cuchara a su boca pero no pudo, se quedó a medio camino y allí la sostuvo. Me quedé asombrada porque en realidad parecía que esa mujer estaba desafiando las leyes físicas y tenía la habilidad para quedarse suspendida en el aire.

El hombre prendió otro cigarrillo, esta vez era de marihuana. Lo puso en la boca de la mujer y le dijo que fumara. Ella obedeció. Después de dos o tres fumadas se levantaron sin sonrisas, sin letargo. La función había terminado.

Cuando regresé a casa le conté a mi esposo. Sin expresar ninguna sorpresa, me dijo que esa mujer estaba bajo los efectos de la metadona y me instruyó en el tema. Busqué información para acudir a uno de estos centros en Brooklyn. Cuando llegué al edificio no había ningún anuncio, ninguna publicidad. Era sólo un edificio gris rodeado de yonkis esperando su dosis. Pude haber entrado para pedir información, pero consideré que ya no era importante porque mis preguntas no cambiarían nada las cifras de sus estadísticas. Lo que valdría la pena sería sentarse a hacer las cuentas con las autoridades para ver si esos programas miserables avalan las cantidades millonarias que se reparten entre cárteles, bancos, farmacéuticos y funcionarios públicos.

Pero ¿quién quiere ayudar a esos desgraciados enfermos que a pesar de estar en programas de rehabilitación siguen rellenando el bolsillo de los dueños de los laboratorios y sus familias? ¿Quién quiere ayudar a esos enfermos que lo único que tienen es una cabeza con neuronas, ideas, decisiones y juicios derretidos? Lo único que les queda es asistir puntualmente por su dosis, asegurarse de no perder su seguro Medicaid, su tarjeta de alimentos y seguir viviendo en los conjuntos habitacionales llamados Sección 8 para familias en emergencia. Esa es la forma en la que el gobierno de eu recompensa y mantiene a sus clientes frecuentes.

En realidad sólo es una forma de mantenerlos en movimiento, porque muertos ya están desde hace mucho tiempo. Si el problema de las adicciones terminara aquí no sería tan trágico, pero muchos de esos adictos han tenido hijos, incluso hay mujeres con niños en brazos esperando su dosis cada mañana para evitar un parricidio. Ya nadie se atreve a salvarles la vida a estos enfermos, sólo les queda seguir el camino que el gobierno y la sociedad les ha trazado.