Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 3 de marzo de 2013 Num: 939

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Leonardo Padura:
escribir para algo

Gerardo Arreola

Medio Siglo de las luces
Andreas Kurz

La necesaria poesía
Raúl Olvera Mijares entrevista
con Antonio Colinas

Adolfo Sánchez Vázquez Tecnología y
nuevas artes

Carlos Oliva Mendoza

Ciencia, drogas
y penalización

Tim Doody

Mónica Dower.
Estética de la memoria

Ingrid Suckaer

Dos poemas
Athos Dimoulás

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
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Jorge Moch
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Cinexcusas
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Luis de Tavira, el arte del titiritero

Se dice que El círculo de cal, de Bertolt Brecht es una obra sobre la bondad y la ingenuidad pero también es una mascarada, sostenida en la fuerza actoral, sobre la posibilidad de la justicia donde campean muerte y autoritarismo, donde los inocentes reciben su baño de sangre. La actualidad del clásico consiste en una vida insomne, como la eternidad de Brecht.

La mayoría de los comentaristas coinciden en calificarla como un cómic escénico. Efectivamente es como un cómic, porque el género suele operar con las condiciones más reconocibles de lo humano guiadas por oposiciones, ecuaciones morales que se juegan los personajes en situaciones donde apremia una solución que a todos contente.

Las emociones rigurosamente clasificadas en el programa atribuyen a cada personaje una inclinación a actuar conforme a lo que se espera de él; sin embargo, dicha inclinación se ve quebrantada por la contradicción y el albedrío, la duda, la incertidumbre.

La lectura/visión/meditación que provoca El círculo de cal hace inevitable que, esta vez, el creador de este espectáculo inolvidable sea parte sustantiva del presente comentario, pues se torna imposible no mirar atrás, a un lado y recorrer sus creaciones/obsesiones dramatúrgicas y de dirección y valorar esa vascularidad que constituye a uno de los artistas teatrales más complejos de nuestro ámbito: desde las indagaciones en Chéjov, pasando por mexicanos del peso de José Ramón Enríquez y Vicente Leñero, hasta volver a sus alemanes: Novalis, Strauss, Brecht.

La labor de difusión arroja multiplicidad de comentarios que ahorran la exigencia de relatar las anécdotas fascinantes que Brecht introduce en su teatro político/ético para explicarse una Alemania violentísima, que lo obligó a colocar a gran distancia (la cual provoca el ejercicio paródico) los horrores y los dilemas que les pasaban frente a los ojos a los hombres de esos años convulsos y oxidantes del autoritarismo europeo, que alcanzó también a ensombrecer algunos latinoamericanos en que se mimetizaron, hombrecillos asesinos, pequeños déspotas sin escrúpulos, con ese Gran dictador que Chaplin advirtió con tanta agudeza.

Si comparamos los logros estéticos de Luis de Tavira, tendríamos que colocarlo, en la literatura, junto a Leñero, Fuentes, Del Paso, y en la música con Lavista o Mata. De Tavira es uno de los artistas mexicanos más importantes del siglo XX por la ambición cumplida de explorar de manera exhaustiva sobre el orden del lenguaje, del lenguaje teatral en su caso, y recorrer prácticamente todos los caminos problemáticos que propone la creación artística de nuestros días: el orden de la historia, la profundidad de los personajes (en su carácter, su lugar ético y sus capacidades expresivas), el poder simbólico, metafórico, de la palabra (esa palabra que traduce y crea), la confección del tiempo (la linealidad, lo simultáneo, el tiempo recobrado/recordado/olvidado/anulado) y la creación/invención del espacio.

El círculo de cal permite ver de cuerpo entero al gran titiritero, al constructor, pieza por pieza, de todo un pueblo de marionetas animadas, insufladas, con la potencia de un texto clásico cuya esencia consiste hacer sentir al actor dueño de una de las formas de inmortalidad que sobreviven en una sociedad sostenida en la cáscara de un mundo efímero y banal.

De Tavira es un expresionista como Goitia, que conserva la épica de Brecht. Sus escenas poseen un poder colorístico (que no teme la melancolía) que está en la gran tradición plástica mexicana, viene del grabado (Méndez, Posada) y de la pintura universal (incluso recuerda a un Goya paródico). No es difícil comprobarlo: las fotografías del montaje difícilmente pueden ofrecer un registro muy distinto al trazo del director.  Los fotógrafos apenas oponen su punto de vista a cuadros elaborados con esa minucia neurótica.

Al final, este mundo de esquemas y rasgos trazados con carboncillos altamente coloridos (canciones, coros y arrumacos expresivos son parte de un rico paisaje sonoro), esas lupas, esas máscaras son arrancadas, y detrás de ellas aparece una Compañía representada por muchos de nuestros mejores actores: la juventud de Rosenda Monteros explica el vigor con que algunos ejecutan sus tareas. Ahí están Martha Aura y Luisa Huertas, a quienes las cuatro horas no parecen significarles una jornada fatigosa, sostenida por músicos en vivo.