Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 24 de febrero de 2013 Num: 938

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Mo Yan, el histórico
Ricardo Guzmán Wolffer

Escritura doble
Aurelio Pérez Llano entrevista
con Ilan Stavans

El tango en los cafés
Alejandro Michelena

La maldita partícula:
el bosón de Higgs

Norma Ávila Jiménez

Joaquín de Fiore,
historia y humanismo

Annunziata Rossi

Hermenéutica e historia
en Joaquín de Fiore

Mauricio Beuchot

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Ana García Bergua

Deambooglear

Desde que Google me lo permite, paseo por el mundo con gran curiosidad, que de eso se trata esta cosa que te deja escudriñar ciudades, pueblos y mares desde tu computadora, juguete para voyeurs privilegiados y turistas sin dinero, nave de la teletransportación y la huida interior. He vagaboogleado por las calles de Londres; he estado, perdida, en una carretera que parte de Tokio a otras ciudades, he practicado rutas marítimas posibles con un barco al que nunca me subí. Manejé por la carretera que lleva a Ciudad del Carmen en medio del mar antes de hacerlo en la realidad, sólo por imaginarme cómo sería, qué iba a sentir; desde luego, faltaron la brisa, la alegría, las aves y una nube de maripositas amarillas muy García Márquez que nos acompañó en el trayecto real, pero fue una especie de esbozo de la experiencia, una pre-experiencia muy curiosa. También he tratado de conocer partes de Rusia y China que están vedadas para el googleúnte, por asuntos militares, y que a nuestros ojos se convierten en manchas grises. De verdad, nunca imaginé que podríamos ver tanto del mundo, situarnos en sus calles con un muñequito amarillo, practicar para llegar a sitios angustiosos, decirle al amigo que está lejos: ya vi tu casa, te fui a visitar desde mi computadora.

Pero también hay algo muy curioso: todas las ciudades que aparecen en Google Maps o Google Earth son ciudades en domingo, ¿o no?, ciudades un poco dormidas, atontadas o anestesiadas como para cirujanos aspirantes. No cadáveres, si bien hay quien se muere un poco los domingos, pero no todos; digamos que el domingo contenemos un poco la respiración. Asimismo, las calles que aparecen ahí son calles de hace unos pocos años, calles que son pero ya no son, como cuando uno ve su foto no tan reciente; quizá no has cambiado mucho, pero ya no eres el mismo. En ese sentido, el mundo por el que deambugleamos o vagaboogleamos es un mundo algo fantástico, un mundo que flota por encima del mundo, en el que nadie trabaja, o casi nadie, todos pasean al igual que nosotros o se encierran en sus casas, quizá, a deambooglear a su vez por otros mundos que no son el suyo. Mundos cuyos habitantes vivieron hace poco, pero ya no son lo mismo. De alguna manera, eso proporciona cierta seguridad frente a la fantasía de estar siendo vigilados por un ojo insaciable igual al ojo de uno mismo, que deambooglea y vagabooglea como un androide fantasma por un mundo afantasmado.


Pulquería en Tacubaya

Y confieso que también estudio y googleo las calles de mi ciudad con verdadero desconcierto, como queriéndole preguntar a dónde has estado, qué te han hecho, como preguntaba mi madre siempre al hijo, nieto o primo más pequeño que jugaba con los grandes y salía lastimado: qué te han hecho, ciudad donde nací. Me he aficionado a una página de Facebook verdaderamente portentosa que se llama La Ciudad de México en el tiempo, donde se muestran fotos de nuestra humosa urbe en todas las épocas posibles, un poco sin orden ni preferencia de lugar, según se va juntando un archivo que ya, imagino, es de gran valor. Y me gusta comparar aquellas fotografías con la imagen o la vivencia googleana actual del mismo sitio. Hace poco, por ejemplo, deamboogleé por Tacubaya, buscando algún resto de lo que me habían mostrado las imágenes de Facebook, asfixiado como tantas otras calles y construcciones que agonizan entre cataplasmas de eje vial, curitas de metrobús, muletas de segundo piso, operaciones de a metro, cuando no han sido aniquiladas por el paso de la relativa vialidad. Tacubaya siempre me inspiró mucha curiosidad, pues yo estudié muy cerca, en el Luis Vives que se encuentra aún en Benjamín Franklin, por aquella parte de Revolución en la que el barco del portentoso edificio Ermita clava su proa antes canadiense, ahora cocacolosa, que en mi infancia atracaba aún en medio de los carriles para tranvías. Alguna vez, una mercería con maniquíes de otras épocas –pintados, de una pieza, el cabello esculpido– me hizo sospechar que algo escondía Tacubaya, pero no me animé a callejearla y ahora miro las fotos de aquel pueblo antiguo con su plaza, su iglesia, sus casonas, y ya no está. Qué duro es googlear a veces, toparse con calles tasajeadas, las iglesias y los kioskos apenas visibles detrás de los ejes y los segundos pisos, aunque eso sí, todos sus habitantes en domingo, comprando en esos tianguis que todo lo tapan y nunca descansan, ni siquiera frente a nuestras flotantes visitas virtuales, afición de fantasmas.