Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 17 de febrero de 2013 Num: 937

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Diego en la encrucijada
Vilma Fuentes

Sergio Ramírez,
el cuentista

Marco Antonio Campos

Respuesta a un cuestionario
Marina Ivánovna Tsvietáieva

Cinco poemas
Marina Tsvietáieva

La torre en yedra
Marina Tsvietáieva

El interés por la historia
Raúl Olvera Mijares

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
José Angel Leyva
Cinexcusas
Luis Tovar


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Verónica Murguía

Cuentos chinos

El poeta w. h. Auden confesó que la lectura de novelas policíacas era, para él, una adicción, “como el tabaco o el alcohol”. Su afición tenía una cualidad de urgencia que lo hacía descuidar el sueño o el trabajo si tenía una novela de detectives a la mano. Mientras la leía no podía pensar en otra cosa y, una vez terminada, le era imposible volverla a leer.

Auden afirmaba, además, que le costaba muchísimo trabajo leer una novela de detectives si ésta no ocurría en la campiña inglesa.

Yo padezco esa inclinación y la vivo con el mismo apremio, pero mientras más lejos ocurran los crímenes, mejor. Así he leído a suecos, japoneses, gringos que escriben novelas que ocurren en Tailandia; a novelistas sudafricanos y australianos. Guardo un lugar especial en el librero para Juegos sagrados, de Vikram Chandra, una novela que me hizo sentir en India. Mi lectura de Chandra fue un trance, palabra que prefiero usar con moderación porque le da un aire mágico a las experiencias y yo, la verdad, no soy nada mágica. Pero me iba a dormir insultando en hindi, pues el autor prefirió escribir en el inglés de India, sazonado generosamente con palabras de uso común en su país. Como cuenta la historia de un genio del narco, ay, perfectamente dibujado y harto familiar pero de origen indio, la novela está atestada de insultos que, diligentemente, me aprendí.

Pero hay momentos de melancolía que ni las novelas de detectives pueden aliviar. Entonces leo libros de historia china o novelas de autores chinos. ¿Por qué? Porque todo ha pasado en China. No sólo es una historia inconmensurable, es indescifrable y extremosa: abundan las revoluciones, los emperadores, poetas, magos, filósofos, intrigas y saqueos. Ya hubo guerras por las drogas. Entre China e Inglaterra: la primera Guerra del opio (1839-1842) y la segunda (1856-1860). Estas guerras costaron la vida a decenas de miles de chinos y enriquecieron de forma obscena a los ingleses quienes, además, doblegaron diplomáticamente al emperador y dieron origen al “Siglo de humillación”. Un horror que deberíamos de estudiar los mexicanos para comprobar las repeticiones de la historia.

La comida me parece de una complejidad extraordinaria y a veces chocante –comen perro y gato, tabú infranqueable para nosotros. El ideal de los “pies de loto” de ocho centímetros, impuesto a las mujeres durante siglos, me parece no sólo crudelísimo; también completamente ajeno. ¿Por qué se consideraban hermosos? Las pocas fotos que he visto de esos pobres pies me mostraron una deformidad en la que eran irreconocibles. Hace años entrevisté a Jung Chang, la autora de Cisnes salvajes, y me mostró los zapatos de su abuela, una mujer que padeció este tormento. La suela bordada de esos zapatos como de juguete estaba gastada. Los comunistas obligaron a la abuela a trabajar para castigarla por ser una “reliquia feudal”. Terminamos llorando las dos y me quedé con los pelos parados durante un mes. Sobre todo porque me puse a averiguar y me enteré de que eran las madres las que vendaban los pies de sus hijas, con la esperanza de que tuvieran un mejor futuro como “esposas principales”.La pura edad de ese país da vértigo. Los más viejos fragmentos de cerámica del mundo, los más venerables, fueron recuperados de una cueva en Daoxian en la provincia de Hunan. Tienen 17 mil 500 años.

Todo esto para esbozar una fascinación que no me abandona. Y para explicar por qué una novela de detectives china puede ser para mí el escape a la melancolía de estos años negros para México.

Leo las noticias, me pongo triste, abro el libro de Xiu Qiaulong, el creador del entrañable inspector Chen Cao, y me sumerjo en historias rarísimas. Por sólo mencionar una cosa, el término “corrección política” significa una cosa muy distinta en esos libros de lo que significa para nosotros: el inspector Chen tiene una persona en su equipo que supervisa el impacto que las investigaciones pueden tener sobre la imagen del Partido. Quien afecte a esa imagen es enviado a la cárcel, o peor. Esa es la corrección política en China.

Para ilustrarla me atengo al castigo (en la vida real) que recibió en 2010 el artista Ai Weiwei, colaborador importante en la preparación de las Olimpiadas, quien fue detenido por criticar el desempeño del gobierno en los temblores que ocurrieron meses antes de la celebraciones. Arresto y una explicación florida: “crímenes económicos”. Hasta en China se cuecen habas.