Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 13 de enero de 2013 Num: 932

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Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El enigma Edward Hopper
Vilma Fuentes

Mi taza
Luis Enrique Flores

El campo de Les Milles: una historia francesa
Rodolfo Alonso

La palabra teatral
de Diamela

Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Diamela Eltit

Pablo González Casanova, el intelectual
y la izquierda

Luis Hernández Navarro

Mona Lisa Mona Lisa
Ilan Stavans

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La infancia como perturbación

Ricardo Guzmán Wolffer


Apologética sobre la infancia en Lewis Carroll y sucesores,
Jorge Hernando Daza Restrepo,
Ediciones Sin Nombre,
México, 2012.

De la conocida obra de Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, es dable llegar a otras vetas de su autor, como la fotografía y el gusto visual por las infantas. A partir de este dato y de varios que se desprenden de Alicia, Jorge Hernando Daza Restrepo nos lleva al camino de la pedofilia, desde diversos ángulos, para evidenciar que el gusto por las niñas ni es nuevo, ni necesariamente debe ser un abuso ni un crimen. Pero no por ello deja de incomodar ante las muchas posibilidades que el fenómeno presenta.

Publicado en el siglo XIX, en plena época victoriana, Alicia apenas resultaba una expresión más de la época en que la doble moral llevaba a los extremos más aberrantes. El gusto por las niñas es uno que plantea dos opciones en esta filiación por una estética y el símbolo que en ello va: la eterna juventud en la inocencia de la infancia y la asexualidad. La búsqueda en la niñez de la propia regresión se puede revelar en adultos genuinamente preocupados por lograr el desarrollo sano y paulatino de los infantes, sin mayor interés, pero también los hay que buscan, además del goce sexual, la aprehensión de la etapa previa a la castración simbólica, donde la psique se decanta al rol de padre modelo.

Una de las virtudes del texto de Daza es recopilar a una serie de narradores, fotógrafos y pintores con una evidente afinidad por las niñas, pero con la precisión de establecer la aproximación de varios para evidenciar que el mismo hecho puede tener muchas causas diferenciadas y hasta opuestas. Nombres como Nabokov, Hans Bellmer, Morton Bartlett, Jake y Dinos Chapman, William Bouguereau, Sally Mann, Jock Sturges, Ovenden y muchos otros, se estudian y ahí se destacan las técnicas contrastadas que no dejan de evidenciar las preferencias del espectador: la fotografía contra la pintura, lo descriptivo contra lo fantasioso, lo visible contra lo oculto. Además, bajo la óptica de la indagación pedófila, filmes conocidos toman significados novedosos: ¿quién pensaría en el Taxi Driver, de Scorsese como un filme donde se desarrolla esta pedofilia? Cierto que la Judy Foster de la película era una niña, pero la violencia opaca esa parte de la trama.

El pretexto de la pedofilia conduce al lector a las preguntas fundamentales del arte. A entender que, con independencia de las intenciones del autor, siempre será el espectador el que dará significado a la producción artística, que también debe ser aceptada cuando muestra las facetas más terribles del alma humana, que suelen ser íntimas. Y, en el caso del gusto por las infantas, plantearse la pregunta de qué es lo que opera: el inconsciente o la moral, la ética o lo que uno se oculta. Stu Mead, cita Daza, nos sugiere que en cada cuento infantil hay un depravado oculto. De ahí a la estética de lo reprochable, hay un paso.

Un ensayo que ejemplifica cómo un tema, por espinoso que sea, es ocasión de retomar cuestionamientos profundos sobre el arte y su interiorización.


La vecindad del señor tavares

Cuauhtémoc Arista


El barrio y los señores,
Gonçalo M. Tavares,
Almadía,
México, 2012.

Reconforta al lector encontrar en el nuevo libro de Gonçalo m. Tavares el apellido Juarroz. Y como lo acompañan los de Valéry, Breton, Calvino, Eliot, Brecht, Swedenborg y Walser, entre tanta buena sorpresa nace la inquietud por enterarse del criterio que los agrupó a todos en un barrio, denso e improvisado como las áreas cerebrales en que sus obras continúan generando pensamiento.

No son ensayos sino relatos como en blanco y negro, donde personajes con estos intimidantes apellidos hacen lo único que saben: pensar, anotar, dibujar. A veces coinciden pero ello no es garantía de interacción. La vaguedad de sus rostros no les ayuda y son malos actores, pero uno los imagina moviéndose como Buster Keaton y Charlie Chaplin.

El libro El barrio y los señores funciona como una serie de cuentos de lógica disidente o ejercicios de patafísica, no como la “supernovela” que prometen editores. Yo lo leí como un caso radical de crítica literaria.

“Toda la explicación de la poesía –con los volúmenes de quinientas páginas de ensayo que analizan el tercer verso de un libro– parece no ser más que la colocación de una sustancia que pretende recubrir las fisuras sorprendentes que el verso instaló en el lenguaje. […] Quedamos, pues, con un lenguaje homogéneo y parvo”, dice el señor Breton en las primeras páginas.

En esa restauración no incurre, por ejemplo, el señor Eliot en sus disertaciones sobre versos únicos. Se aparta de la exégesis e intenta una hermenéutica que pone al lector ante las disyuntivas que probablemente afrontó el autor de la línea comentada. Y todo esto en medio de una parodia de la proclividad académica de Eliot y de la incómoda pedantería de todas las conferencias, donde guarda la compostura hasta el señor Borges, “el grafitero del barrio”.

Tampoco el señor Breton aspira a encontrar la verdad en la poesía. Lo uso como clave porque Tavares lo colocó al principio. Él se pregunta, qué digo, se entrevista desde su realidad o surrealidad que es la poesía, en busca del sentido de la verdad en la escritura. Su invariable respuesta: un silencio tautológico.

Para que su crítica fuera literaria Tavares eligió a escritores conscientes de las propiedades intrínsecas de la escritura. Por eso no recurrió a la metodología clasificatoria ni a la anécdota biográfica, sino trata de poner en acción a figuras vagamente basadas en los mencionados autores del canon moderno. Su única acción que deja evidencia legible: la escritura misma; y en el caso de los señores Valéry, Swedenborg y Juarroz, el dibujo.

Claro que ellos no son conocidos por trazos como ésos. A despecho de la forma en que los haya ideado Tavares, estos personajes parecen duendes huidos de los cráneos de los escritores con un par de ideas obsesivas como identidad. Y entonces despliegan su pensamiento apegado a las dimensiones reales de la página, sus acciones apegadas al pensamiento, los esquemas que gobiernan y justifican las ideas.

Exactamente como el texto que aclara lo blanco y enfatiza la oscuridad de una hoja.


Las estaciones del descubrimiento

Antonio Soria


Calzada de los Misterios,
Vilma Fuentes,
Fondo de Cultura Económica,
México, 2012.

La presente es la sexta novela publicada por la ensayista, poeta y narradora Vilma Fuentes, nacida en México y quien, desde hace más de tres décadas, alterna estadías entre este país y Francia. Es, también y desde 2000, articulista regular de esta casa editorial, tanto en la edición diaria como en ljs. Vaya lo anterior a manera de brevísima puesta en antecedentes para entender mejor –como inevitablemente hará el lector de esta Calzada de los Misterios– de dónde vienen la cadencia en el discurso, la eficacia narrativa y la intensidad anecdótica con las que Fuentes ha sabido nutrir esta obra que forma parte de la rigurosa colección Letras Mexicanas del fce.

O quizá mejor sea indagar dentro de la propia novela; vale decir, andando y desandando las calles, avenidas, colonias, rumbos y barrios que son, simultáneamente, capítulos de esta narración de hondo aliento, así como señales en el camino que recorre/descubre la protagonista y, con ella, el lector. Desde la inaugural Calzada de los Misterios en la colonia Tepeyac Insurgentes, Pingo, que así es como la llaman sus padres y parientes, que en el juego literario de la verdad de la ficción –Vargas Llosa dixit– es y no es la propia autora, se abre paso a través de una ciudad, la de México, a la que ve crecer junto con ella: la Avenida del Niño Perdido en la Vértiz Narvarte; el Retorno del Futuro en la Valle de las Luces; la Cerrada del Desierto en Chimalistac; el Callejón del Diablo en Insurgentes Mixcoac; la Calle Fuente de la Inspiración en Fuentes del Pedregal, son apenas el arranque de una singladura urbana que, preciso es insistir, mucho tiene, o todo, de revelación que hace posible comprender más de una realidad: la del entorno, la del espacio físico que se habita, en primera instancia quizá, pero no más importante que ese otro ambiente, esa otra atmósfera que va descubriéndose al ir de la mano –mejor dicho de los ojos– de Pingo: el ambiente, la atmósfera sociocultural de un México, una ciudad capital que no parecía crecer, en aquellos años sesenta, al parejo del ímpetu urbanizador. Excepción hecha, claro está, de espíritus como el de la protagonista, quien, muy desde el principio y a pesar y hasta en contra de los deseos de su parentela entera, encuentra y decide quedarse a vivir en otro mundo también en permanente expansión: el que le brindan los libros, la literatura, el arte de la fuga que diría Sergio Pitol.

Con esa habilidad que tienen ciertos narradores para lograr que una idea compleja sea dicha de manera sencilla –el mejor, si no el único modo de hacerla totalmente comprensible y, por lo mismo, adquirible, aprehensible por parte del lector–, Fuentes va dosificando, calle por calle y paso a paso, elementos de lo que pareciera ser su personal poiesis, amén de su postura, en tanto escritora, frente al fenómeno literario. En palabras de la narradora y a la vez protagonista, he aquí algunos ejemplos que avalan lo anterior: “Mi fe en los libros fue más fuerte que mis dudas: todo estaba en ellos, era cuestión de hallar el volumen indicado.” Empero, matiza diciendo que “hoy todavía, la lectura de algunos libros donde siento la minuciosa preparación de cada página y puedo adivinar la fabricación y el previsible final, me sigo diciendo que Jorge tenía razón: el autor no puede compartir asombro alguno con el lector porque él mismo no descubrió nada en el curso de su escritura.” Aunque, de cualquier modo, prevalezca un apasionamiento que contagia: “Nadie se muere sin acabar un libro [se refiere a Cristián de Troyes, autor de Parsifal pero, aquí se añade, igualmente podría referirse al lector]. Eso no existe. Todos los libros tienen un final.”

El Jorge al que se alude en la cita, así como las niñas compañeras del colegio, las monjas que lo administran, la hermana de la protagonista, la empleada doméstica en casa de ellas y varios más, son los personajes que pueblan, y también ensanchan, el universo siempre en expansión de esta Pingo cuyo principal desplazamiento no es tanto el que la lleva de un lugar a otro a lo largo de la ciudad entera, sino el que la conduce del deslumbramiento inicial frente a un mundo apenas entrevisto y atisbado, a la comprensión a cada tanto más cabal de aquello en lo que consisten la cotidianidad, la vida de todos los días y de toda la gente pero, antes que ésa, la propia vida interior, posiblemente siempre niña pero, precisamente gracias a esa condición, siempre dispuesta al asombro y al re-descubrimiento.



Estío en la canícula,
Kelly A.K.,
Casa Editorial Abismos,
México, 2012.

Este libro de pequeño formato –de bolsillo, se diría, pero incluso más reducido– lleva como subtítulo la siguiente aclaración: “poema en un sinnúmero de actos”. Los apellidos de la autora, por alguna razón que no se explica en el propio volumen, están reservados bajo las iniciales a.k., pero sí se informa, con cierta amplitud, sobre la ficha curricular de la poeta: que se graduó en Literatura Latinoamericana en la uia; que tiene una maestría en Estudios Críticos; que entre 2009 y 2010 fue becaria del Fonca para escribir una novela; que colaboró con José Gordon en el programa televisivo La oveja eléctrica; que su primer libro –del cual no se indica género–, titulado La espera: seducción de las bellas durmientes, fue publicado en 2010; que es candidata a un doctorado en Literatura Comparada y becaria del Writer’s Institute y, finalmente, que publica en medios impresos y electrónicos lo mismo cuento que crónica que artículos diversos.

Quizá sean erratas, quizá no, pero de los setenta y ocho “actos” en los que está dividido el único y largo poema, los últimos seis repiten la numeración –en romanos– a partir del que tal vez era el setenta y tres, pero resulta ser un segundo “acto” sesenta y tres, amén de que hay fragmentos que, por la disposición de diseño tipográfico, no parecieran pertenecer al “acto” previo ni al posterior. Algunos de éstos son tan sucintos como puede leerse aquí: “(tampoco de eso se trata)”, mientras que otros, como el lix, llegan a ser tan poco legibles como se ve: “Version:1.0 StartHTML:0000000105 EndHTML:0000004598 StartFragment:0000002445 EndFragment:0000004562”.



Vagamundo y otros relatos,
Eduardo Galeano,
Siglo XXI Editores,
México, 2012.


La canción de nosotros,
Eduardo Galeano,
Siglo XXI Editores,
México, 2012.

La reedición de estos dos bien conocidos volúmenes del igualmente conocido –y reconocido– autor uruguayo responde a la necesidad, más que evidente, de poner al alcance de las nuevas generaciones lectoras los títulos indispensables de la literatura latinoamericana. Casi cuatro décadas han transcurrido desde la primera edición del cuentario Vagamundo..., y un lapso similar de tiempo ha pasado también desde que la novela La canción de nosotros obtuviera, ex aequo con una de Haroldo Conti, el Premio Casa de las Américas en 1975; vale decir, en ambos casos, mucho antes de que las arriba mencionadas nuevas generaciones de lectores viesen la luz de este mundo. Leídos, recordados y celebrados por buen número de las generaciones previas, de ellos puede afirmarse, al menos, eso que los propios editores añaden: para los cuentos, que “fundaron el estilo narrativo que haría inconfundible, en los libros siguientes, la obra del autor”; para la novela, que “es sobre el exilio: el autor evoca su tierra prohibida y la recrea a través de las aventuras que en sus páginas se entrecruzan, sobre el trasfondo de la dictadura militar, en el tiempo de los horrores y los desafíos”. No se evita aquí el lugar común ni la reiteración: este par de títulos son de los indispensables en cualquier biblioteca personal bien surtida y son, evidentemente, una inmejorable puerta de entrada al opus Galeano para todos aquellos que, por una u otra razón, no se han acercado todavía a su abundante quehacer literario.