Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 13 de enero de 2013 Num: 932

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El enigma Edward Hopper
Vilma Fuentes

Mi taza
Luis Enrique Flores

El campo de Les Milles: una historia francesa
Rodolfo Alonso

La palabra teatral
de Diamela

Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Diamela Eltit

Pablo González Casanova, el intelectual
y la izquierda

Luis Hernández Navarro

Mona Lisa Mona Lisa
Ilan Stavans

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Mona Lisa
Mona Lisa

Ilan Stavans

Hace poco fue descubierta en el Museo del Prado, en Madrid, una copia de la Mona Lisa, de Leonardo da Vinci. Esta copia está lejos de ser la única en existencia. De hecho, hay millones de ellas. Pero la que descubrió la investigadora Ana González Mozo tiene una característica única: fue ‒o parece haber sido‒ hecha por alguien (anónimo o simplemente desconocido) que era contemporáneo del humanista y pintor renacentista y que trabajó a su lado. Por al lado quiero decir en el mismo taller: mientras da Vinci ejecutaba sus trazos, el copista los imitaba. Según los comentarios de Mozo y otros especialistas, la copia de El Prado es, pues, un instrumento invaluable para entender cómo el original, que se hospeda en el Louvre en París, adquirió su condición final.

Me disculpo por discordar pero a mí la copia es la que me interesa. Da Vinci pintó a su modelo femenino (tal parece Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo) entre 1503 y 1506. El estatus de esa pintura es el de un clásico y asimismo el de una fuente inagotable de parodias que, ante un léxico negligentemente limitado como el nuestro, llamamos copias. Puedo asegurar sin temor a equivocarme que por su enigmática sonrisa, La Gioconda, de da Vinci, es la pintura más reproducida (imitada, duplicada, calcada, reproducida, pirateada) en la historia. El número total de multiplicaciones (en libros, cuadernos, rompecabezas, tarjetas postales, posters, camisetas, calzones, relojes, tasas de café…) es infinito. Nadie presta atención minuciosa a estas multiplicaciones porque, aunque nuestra civilización usa la copia como un mecanismo mercantil, es el original al que rendimos pleitesía. El original representa lo auténtico, lo legítimo, lo genuino. Es decir, lo sagrado en el arte: el punto de contacto entre el propio artista y el resto de los mortales. Sin embargo, según Mozo, la de El Prado no es una copia cualquiera; también es auténtica, legítima, genuina, sin bien no sagrada. Al grado que llamarla copia es un atropello. Quizás habría que describirla como otro original, o al menos ‒y a pesar del anacronismo nihilista‒ como una copia original. De todas formas, es una copia que no es sólo una copia.

Su vínculo con el original es desafiante. Imaginemos en su taller a Da Vinci acompañado de este copista entre muchos otros. En la medida en que el pintor origina, el copista remeda; en todo caso, según Mozo, esa es la dirección del ejercicio artístico. Pero la realidad no tiene la obligación de ser ingenua. De allí que exista otra posibilidad mucho más factible: que el pintor origine para que el copista remede y que el pintor entonces remede para que el copista origine. Con esto quiero decir que en su Mona Lisa, Da Vinci seguramente copió ‒no pudo no copiar‒ ciertos elementos (el croquis, la delineación, una que otra pincelada) de la otra Mona Lisa que el copista derivaba de la original, de la primera. Siento que llamarla primera es así un mero atributo de la cronología, porque al fin de cuentas las dos Giocondas están asociadas de manera íntima, a grado tal que deberíamos llamarlas siamesas.

¿Por qué me inquieta tanto la existencia de una copia de la Mona Lisa que es casi un original? ¿Qué función tiene el arte de copiar en una época como ésta, afincada en el culto de la personalidad? ¿Por qué entendemos el plagio, la derivación y el hurto estético como un agravio cuando dependemos de ellos a diario? La respuesta a estas preguntas es sencilla: soñamos neciamente con ser individuales aunque sabemos que la individualidad es un sueño vano.