Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 6 de enero de 2013 Num: 931

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Thanasis Kostavaras

La Cumbre
Iberoamericana
y los muros

Juan Ramón Iborra

Jorge Veraza: el
regreso de Marx

Luis Hernández Navarro

Novísimos poetas
cubanos

La revolución
del largometraje

Ricardo Venegas entrevista
con Francesco Taboada

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Juan Antonio Sánchez
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
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Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Verónica Murguía

El libro en camisón

Uno de los adelantos tecnológicos que me ha entusiasmado en los últimos meses es el Kindle. Es más barato que las tabletas, resulta más fácil de manejar que un teléfono inteligente y ahorra papel. Esta última ventaja es la que me emociona: como suelo sentirme culpable de todo, la cantidad de árboles destruidos por imprimir libros malos, a los que soy adicta, me ponía tristísima.

“¿Qué hago?”, solía preguntarme frente al vigésimo volumen de El gato que…, una serie detectivesca escrita por Lilian Jackson Braun y protagonizada por un gato llamado Koko. Koko, poseedor de un número extraordinario de bigotes y capacidades extrasensoriales, vive con su dueño y una gatita en un lugar llamado Moose County. Sólo el idioma y algunos datos revelan que está en Estados Unidos, porque nadie habla de las guerras –la serie comenzó en 1966– en las que los estadunidenses suelen estar metidos; no hay latinos, negros, indios nativos, asiáticos; no hay crisis de ningún tipo; rara vez hay asesinatos pasionales. Tampoco se conocen las palabras narcotráfico o corrupción y tanto víctimas como asesinos pertenecen a la tercera edad. Esto hace que la serie sea tranquilizadora.

Los crímenes suceden en bazares de antigüedades, asociaciones de bridge, asilos de lujo y clubes de teatro amateur. La policía es amable; el gato es el rey; los cadáveres parecen gente dormida. Cuento esto para que el lector entienda por qué digo que esta serie de libros es malísima y con la esperanza de que comprenda por qué la leo. En un país tan estremecedor como éste, la lectura de una novela así es como una intravenosa de Valium, ideal para antes de dormir. Pero me daba una vergüenza horrorosa pensar en el papel. El Kindle lo soluciona.

Este aparatito apacigua la conciencia, vacía el bolsillo (no hay como tener el libro deseado en menos de un minuto) y me ha permitido asomarme al gusto de otros lectores, pues tiene una función que permite ver los subrayados ajenos. Además aparece un letrerito que informa cuántas personas han señalado el mismo fragmento. He tropezado con un párrafo muy popular que tenía más de quinientas marcas. Toda una experiencia.

Ya sé que en gustos se rompen géneros. Pero el asunto del subrayado me ha revelado hasta qué punto estoy perdida.

¿Quién no ha tomado un libro querido y se ha asombrado al ver los subrayados propios? “¿Qué demonios estaba pensando?”, se pregunta uno. Imagine esto multiplicado un millón de veces. La mayoría de las personas subraya párrafos que me parecen indiferentes, y pasa de largo sobre lo que considero hermoso o interesante. Eso me hace sentir sola como un chícharo en una olla.

Ya me había sucedido antes: cuando leí el colosal Borges,de Adolfo Bioy Casares, sufría cada vez que criticaban un verso: “Es un bruto, un animal”, decían los dos de algo que me parecía no sólo bueno, sino inolvidable. Como no soy muy dócil, mantuve mi opinión acerca de todo eso que tanta impaciencia les causaba, pero me quedó la sospecha de ser una burra.

Una burra exigente, pues aunque leo de todo, no todo me gusta. Es más, soy horriblemente selectiva. Leo las novelas de los gatos detectives, pero no creo que sean buenas; me asomo a ciertos bestsellers, pero con una sonrisita sardónica; me pitorreo de las novelas como Cincuenta sombras de Grey aunque vendan más que la Biblia, y desconozco, aunque más me convendría saber, qué atrae a los lectores.

Hace poco, en una entrevista, un joven me preguntó qué ofrecía mi escritura para seducir al lector. Imaginé un libro envuelto en un camisón perfumado y metido dentro de un zapato de tacón. Me dio risa y un poco de rabia. ¿Por qué el libro debe hacer todas las maromas? ¿Seducir, atraer, prometer que es divertido, ligero, actual, solución de problemas? ¿Por qué sale gente en el radio y la tele instando a leer veinte minutos al radioescucha que desperdicia su tiempo atendiendo a locutoras estridentes que ponderan magias New Age? Veinte minutos… como si leer poesía o yo qué sé, fuera equivalente a comer brócoli crudo, subir escaleras o beber aceite de ricino. Lo hacen sonar como algo sano y aburrido. Puede ser excitante y perturbador, pero ya para qué sigo.

Quise contestar que si con la escritura no basta, ni mis libros ni los de nadie tienen la obligación de seducir. Que si la persona que lo toma en las manos es un lector, sabrá si lo toma o lo deja. Y que si prefiere estar pasmado frente a la tele, allá él.