Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 30 de diciembre de 2012 Num: 930

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Poetas de los cincuenta
en Guanajuato:
la generación vigente

Ricardo Yáñez entrevista con Benjamín Valdivia

El México de
Iván Oropeza

Ana Paula Pintado

Diez cuentwitters
Enrique Héctor González

Strindberg,
psique y pasión

Miguel Ángel Quemain

El infierno según Strindberg
Omar Alain Rodrigo

Insurgentes: cine y
política en Bolivia

Hugo José Suárez

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Columnas:
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Paso a Retirarme
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Insurgentes:
cine y política
en Bolivia

Hugo José Suárez

He escuchado comentarios tan crispados sobre la película Insurgentes, del realizador boliviano Jorge Sanjinés, que la curiosidad me pica. Antes de la proyección, Benito Taibo presenta la película y se adhiere a la lucha de los indígenas del mundo contra el neoliberalismo.

Al terminar la proyección, luego de los aplausos respectivos del auditorio en pleno, mis sentimientos son encontrados. Sin duda es muy grato encontrarse con una producción de esa altura. Con la falta que hace en Bolivia tener películas que cuenten nuestra historia, y que podamos reflejarnos en ella, no se puede sino aplaudir un esfuerzo como éste. Se trata de un trabajo muy bien cuidado que viaja en el tiempo con rigurosidad, salta décadas en cuestión de minutos y transporta al espectador a episodios muy distantes sin descuidar el tránsito: del siglo XVIII al XXI, del Chaco al Club de Golf de La Paz, y uno se siente al interior de cada episodio. A pesar de los vaivenes, la narrativa nunca confunde. Sanjinés muestra su experiencia y construye un relato con idas y vueltas llevándonos de la mano; los capítulos –aunque de distintas intensidades– convocan a las emociones a involucrarse con la historia. La fotografía es impecable; saca provecho de lo espectacular del altiplano y construye tomas que uno se pregunta cómo logró, considerando lo altamente urbanizada que está La Paz. La música que es muy adecuada, acompaña, despierta, conduce.

En otra dimensión, me complace la intención de una relectura de la historia de Bolivia desde una posición política. Sanjinés, como lo hace siempre, toma partido. No es una película neutra; por el contrario, inventa una nueva lectura de la historia del país, la reconstruye, hila los pedazos que considera importantes. Como lo hicieron otros artistas desde otros soportes, el director recrea –con límites y aciertos– la visión del país. Su voz, que es la encargada del relato, reafirma el sello de autor.

Pero a pesar de mi encanto, encuentro tres deudas que son imperdonables. En primer lugar, Sanjinés retrocede en la propuesta comunitaria que lo había caracterizado a lo largo de su obra. En Insurgentes la colectividad se diluye y básicamente se trata de una exaltación de los grandes héroes. La historia no la hacen los pueblos sino los iluminados –en este caso, estrictamente indígenas–: Túpac Katari soñó a Evo Morales, en medio hay detalles que eventualmente tienen que ser nombrados, pero nada tan importante como el vínculo entre el mito y el hombre. Ese es quizás el punto más débil de Sanjinés; él, que supo siempre salir de los discursos oficiales, ahora cae en el lenguaje teleológico del gobierno que se esfuerza en demostrar que la máxima katarista “volveré y seré millones” se hizo realidad con el ascenso de Evo al gobierno. Es muy comprensible que el mensaje oficial tenga ese tenor, pero es inaceptable que Sanjinés quede prisionero del argumento delirante de que la historia la hacen los grandes hombres. La última escena, por ejemplo, es torpe y en el límite evoca y refuerza el imaginario redentor del catolicismo  : en el teleférico de la ciudad de Cochabamba, –que construyó un alcalde (exmilitar que participó en la dictadura y ahora uno de los dirigentes de la oposición) con apoyo de la élite local para subir al Cristo de la ciudad– montan al cielo los espíritus de Túpac Katari, Bartolina Sisa, Zárate Willka y Gualberto Villarroel, y baja de lo alto Evo Morales. Sanjinés olvida que Evo no es nadie sin las comunidades que lo llevaron ahí, sin los millones de bolivianos que lucharon en cientos de momentos. Que Evo lo olvide es parte de la naturaleza del poder, pero un trabajador de la cultura no puede correr la misma suerte.

Al mismo tiempo, jugando a hacer del hombre una leyenda –y para ello mostrándolo como la encarnación de la profecía– Sanjinés mata al Evo de carne y hueso. Por eso se queda en el período de su llegada al gobierno –reproduciendo su deslumbrante primer discurso de 2006 que a todos nos erizó el alma–, pero oculta los otros rostros –tan naturales como cualquiera– del otro Evo. No muestra al hombre de Estado, con sus luces y sombras, sus límites y aciertos, su lucidez y sus errores, sus mezquindades y bondades. No retrata al hombre en conflicto, al contradictorio, sino al héroe consumado. No hay lugar para las dudas, sólo para las certezas. Sólo dibuja el mito en su mejor momento.

Pero lo más imperdonable son las ausencias. La Revolución de 1952 apenas se menciona. Los casi veinte años de dictadura (1964-1982) no aparecen jamás, ningún mártir de la lucha por la democracia es siquiera evocado. Para Sanjinés no existen Marcelo Quiroga, los ocho líderes políticos asesinados del 15 de enero del ’81, Luis Espinal y las cientos de personas que vivieron y sufrieron la dictadura. Sólo hay indios: es el único actor históricamente válido. La insurgencia parecería ser monopolio del mundo indígena. Cierto, ese no es sólo pecado suyo; es parte del discurso oficial que ha construido un hueco en su lectura de la historia y ha consumado la razón indigenista como la única legítima y, nuevamente, que eso sea parte de una construcción del relato oficial es comprensible; pero dejarse obnubilar por ese lenguaje de Estado no es la mejor opción para el cineasta.

En fin, es sin duda una película que dará mucho de qué hablar.